DISCERNERE

Uno sguardo profetico sugli eventi

En una disputa con los Judíos Jesús tuvo a afirmar que "Dios es capaz de hacer también surgir hijos de Abraham de las piedras." En el Evangelio de hoy esto se hace evidente. Y es una palabra importante por la Iglesia, para repensar su misión "Ad Gentes." Aparece en efecto la fe en un centurión romano, un gentil, un pagano. No hace parte del Pueblo de Israel, no ha entrado en la comunidad. Pero quiere este pueblo, y ha enseñado este amor con un hecho concreto: ha construido su sinagoga, su casa de reunión. Ha puesto su dinero a disposición de su asamblea, haciendo así posible la escucha de la Palabra. En cierto sentido se podría decir que algo de él mismo ha donado a la Palabra, ha entrelazado su vida con la vida de la comunidad junto a la que vivia, y, así haciendo, se ha hecho, de algún modo, siervo de la Palabra. El amor de este centurión ha atado su existencia a aquella Palabra que ha constitudo, formado, salvado y vivificado el Pueblo de Israel. El amor al Pueblo fue así, misteriosamente, amor a la promesa encerrada en la Palabra divina para el cuyo testimonio aquel Pueblo fue elegido.
El amor condujo al centurión sobre los umbrales del mismo cumplimiento esperados por el Pueblo. En él se resumen las palabras de los Profetas, y ahora hestava, como la humanidad de cada generación, como cada hombre de cada latitud, en espera de lo Esperado de todas las Gentes. Un acontecimiento de muerte revolvió la vida del centurión, un siervo querido yacia moribundo; la angustia apretava su corazón como el corazón de cada hombre, como nuestro corazón delante un dolor por algo o alguien que nos es querido. Es este el umbral último de la espera, el trastorno doloroso que agarra cuánto nos es más querido, un hijo, el matrimonio, el trabajo, un amigo, nuestra misma alma. Un siervo, un esclavo es el que sirve nuestra vida, que conoce nuestras costumbres, que lava nuestros pies, que nos prepara que comer, que espera a nuestros deseos. El del que no podemos prescindir. Y todavía más, en el caso del centurión, se tratava de un esclavo querido, un esclavo-amigo, probablemente confidente que guardava los secretos más íntimos. Y estuvo mal de morirses aquel esclavo. Como está mal nuestra alma, en vilo entre la vida y la muerte, en una tentación o quizás en un pecado, o en un dolor lancinante que hace temblar las raíces de la fe, o en la noche oscura que apaga esperanza y alegría.
Fue este el umbral donde el centurión llegó, su plenitud de los tiempos, el momento favorable por el encuentro decisivo. Como lo son por nosotros los momentos duros y angustiosos, aquéllos donde la muerte en sus diferentes conjugaciones se hace presente y no podemos hacer nada. Pero el centurión recorrió un camino de amor, ató su vida a aquella promesa y a aquella Palabra de vida. Como cada uno de nosotros ha escuchado la misma Palabra, ha creído en la misma promesa y se ha metido en camino.
Y ahora el centurión llegó a la encrucijada más importante de su camino. Y el Cumplimiento estava justo allí, habia entrado en su Ciudad la Palabra hecha carne. Algo intuyó, le repicó misteriosamente en él la Palabra y adhirió a su corazón la promesa a que ató su misma vida. El amor siempre empuja a superar razones y lógicas humanas; por este el mismo amor nutrido por el Pueblo que condujo el centurión a superar las reglas de un oficial de un ejército ocupante, fue el amor por su siervo, y lo empujó a buscar su curación y salvación en aquella Palabra y en su cumplimiento que se hacian tan próximos. Una intuición, un movimiento del alma, el eco inconfundible de un amor qué hora fructificava en fe y esperanza, algo de todo eso al que podemos dar el nombre de Grazia, ahora movia el centurión .
Y eran pasos humildes, fundados sobre de una experiencia cotidiana, la obediencia que le era debida en cuanto jefe y que debia en cuánto subalterno. Conoció su sitio, fue no depreda de un sueño o de una enajenación; conocia a si mismo , vivia en la verdad, que es la traducción de la humildad, y la verdad era que, incluso queriendo el Pueblo a suon de dinero donados, incluso el queriendo a su siervo, no podia exigir nada, no era digno. Pero justo de la conciencia de la misma indignidad mana la fe. La humildad es el seno fecundo de la fe. El centurión recorrió un largo camino, el amor se entrelazó a la experiencia de la misma realidad, la humildad ahora estaba brotando en una fe de que Jesus se asombra, arista admirado y tomará a modelo de fe adulta para sacudir un Pueblo resignado a una fe niña.
Y ocurre que el amor, la fe y la esperanza encuentren cumplimiento. La Palabra a la que, con amor, dio una casa estuvo cercana a él y a su siervo, para hacere de hellos su misma casa. Como tuvo antedicho Natan a David: "¿Quizás tú me construirás una casa, por qué vos habito yo?... una casa te hará a ti el Señor", (2 Sam. 7, 5.10). La Palabra, el Logos querido e invocado en el momento crucial de la angustia se hace carne, y salvación, y casa. "Dígas solamente una palabra y mi siervo será salvado." La indignidad aceptada se hace dignidad porque el cordero degollado, lo único digno de tomar el Libro de la Palabra y de abrir los sellos, hace digno con su sangre quienquiera invoque su Nombre. El centurión no se creyó digno que Jesús entrara en su casa, incluso habiendo construido una casa para Él. Exactamente como David al oír la profecía de Natan: "¿"Quién soy yo, Señor Dios, y qué es nunca mi casa, por qué me hayas hecho tú llegar hasta este punto?... ¿Qué podría decirte de más Davide? ¡Tú conoces tu siervo, Señor Dios!... Ahora, Señor, la palabra que has pronunciado respeto a tu siervo y a su casa, confírmala para siempre y hagas como has dicho", (2 Sam. 18.20.25). Cómo David, la fe ha iluminado el centurión al punto de hacerle ver en una sola Palabra del Profeta de Nazaret su mismo poder, aquel de dar vida donde reine la muerte. La fe le ha habierto los ojos de la mente y del corazón hasta identificar, en una sola oracion, la Palabra con la Persona, la Palabra con El que tiene el poder de vencer el pecado y la muerte. La humildad y la fe le han dado el atrevimiento de creer posible lo imposible. Y lo imposible se ha hecho posible, la Palabra de salvación ha entrado en su casa y ha tomado morada curando el sirvo. La promesa se ha cumplido y la Palabra encarnada. El amor hecho don ha encontrado el amor total, el regalo más grande, la Vida en la muerte. Y aquel Amor esperado se ha hecho casa eterna del centurión, su misma morada.
Es esta la fe que nos ha sido prometida, aquella arraigada en la humildad, la certeza que amanece por el conocimiento de nosotros mismos, hasta descubrir y aceptar nuestra total indignidad. La Iglesia está conduciéndonos a este umbral, donde las aguas vivificantes del bautismo nos esperan para sumergirnos en la muerte y resurrección misma de Cristo, de dónde surgir a una vida nueva y plena, colmada del amor infinito de Dios.

este la fe que ha sido prometida allí, aquella arraigada en la humildad, la certeza que amanece por el conocimiento de nosotros mismos, hasta a descubrir y a aceptar nuestra total indignidad. La Iglesia está conduciéndonos a este umbral, donde las aguas vivificantes del bautismo nos esperen para sumergirnos en la muerte y resurrección misma de Cristo, de dónde surgir a una vida nueva y riada, colmada del amor infinito de Dios.