En este lustro, el Papa ha demostrado que es capaz de llevar el timón de la Iglesia con decisión, prudencia y acierto.
Hacía poco más de una semana que un viento impetuoso había removido las hojas del Evangelio sobre el sencillo ataúd de Juan Pablo II en el funeral más multitudinario de la historia de la Iglesia. El mundo entero, a través de los medios de comunicación, mantenía la mirada fija en Roma, a la espera de la elección del Pontífice que guiaría a la Iglesia del siglo XXI. En la plaza de San Pedro, miles de fieles aguardaban el momento en que los 115 cardenales, reunidos en cónclave, tomaran una decisión que iba a marcar el destino de la Iglesia.
Apenas fueron necesarios dos días de reflexión. En torno a las 17:30 horas de la tarde del 19 de abril de 2005, la pequeña chimenea de la Capilla Sixtina comenzó a humear. El murmullo se extendió y se hizo noticia: «¡Es blanco!». La «fumata bianca» anunciaba al mundo la elección de un nuevo Pontífice. Minutos después, las campanas de la basílica de San Pedro resonaron en la plaza, confirmando la elección. «Nuntio vobis gaudium magnum», «os anuncio una gran alegría», proclamaba el cardenal camarlengo desde el gran balcón de la Logia vaticana. «¡Habemus Papam!». El cardenal alemán Joseph Ratzinger, profesor universitario y teólogo, ex prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, estrecho colaborador y amigo de Juan Pablo II y guía de la Iglesia durante la Sede Vacante, había sido elegido como su sucesor y tomaba el nombre de Benedicto XVI.
Se cumplen el próximo lunes cinco años de su elección como Pontífice. Cinco años intensos y difíciles en los que Benedicto XVI, siempre en el punto de mira, ha escuchado a todos, ha hablado con todos y, bajo una apariencia frágil, ha gobernado la Iglesia con mano firme. Sonriente, comprensivo y paciente, pero siempre firme.
Espíritu de profesor
El Papa de las tres encíclicas sobre la caridad, recordaba que la mayor forma de caridad –es decir, de amor al prójimo– es decirle la verdad. Una tarea a la que se ha entregado gobernando –con buen espíritu de profesor– a través de la oración y la palabra, como ya explicó en la misa de inauguración de su Pontificado: «Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea Él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia».
Hace apenas unos días, el pasado 10 de marzo, Benedicto XVI volvió a recordar, citando a san Buenaventura, que su manera de gobernar no es simplemente hacer, sino sobre todo pensar y rezar: «No se gobierna la Iglesia sólo mediante órdenes y estructuras, sino guiando e iluminando las almas». Un «programa» basado en la profunda catequesis, en la divulgación del pensamiento cristiano para que organice y guíe a la Iglesia, más allá de «los signos de los tiempos», a contracorriente de ideologías y tendencias, capeando temporales y tomando decisiones importantes para la vida de la Iglesia, a pesar de los ataques.
Benedicto XVI no es un Papa viajero y no gobierna la Iglesia desde el avión, es un hombre de despacho y estudio, sistemático, que conoce perfectamente la Iglesia a nivel mundial y que la está renovando a golpe de designaciones episcopales. Esta misma semana, por ejemplo, se daba a conocer el nombramiento de José Gómez como nuevo arzobispo y coadjutor de Los Ángeles, una macrodiócesis con un 70 por ciento de hispanos; y en los próximos tres años se va a jubilar un tercio de los obispos de la importante Iglesia norteamericana. Benedicto XVI sabe que, si la edad se lo permite –contará el próximo viernes 83 años–, suya será la mano que guíe esta renovación.
Una Iglesia que crece
Sin embargo, tampoco hay que menospreciar el efecto de sus viajes. Él mismo reconoció, por ejemplo, cómo le afectó su visita a África, uno de los lugares del mundo donde la Iglesia crece a mayor velocidad y muestra una vitalidad inagotable. Fue durante este viaje cuando estalló la polémica por sus declaraciones sobre el Sida. El Papa dijo que la epidemia no se puede superar con la mera distribución del preservativo. El escándalo mediático resonó durante meses. La Europa laicista lo atacó, a pesar de lo cabal de su mensaje: para combatir el Sida solo sirve una educación integral del hombre que le lleve a considerar el propio cuerpo de un modo distinto. Lo opuesto, en resumen, a la concepción narcisista y autorreferencial de la sexualidad que predomina en el mundo opulento occidental.
La fe no se impone
El viaje a su tierra natal, Alemania, en 2006, supuso también un hito en su pontificado. Su discurso en la Universidad de Ratisbona sobre la fe y la razón sembró la polémica al afirmar que buscar la conversión usando la violencia es contrario a la razón y Dios. La cita de una frase de Manuel II Paleólogo («muéstrame también aquello que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malvadas e inhumanas, como su directiva de difundir por medio de la espada la fe que él predicaba») fue tergiversada por la BBC y difundida en las lenguas más comunes de los países de población islámica, provocando una reacción de indignación en el mundo musulmán.
El Papa supo hacer de la necesidad virtud y relanzar el diálogo con el mundo musulmán moderado. Su portavoz, Federico Lombardi, podía presumir meses después de que gracias a aquella crisis Roma había encontrado nuevas amistades en el mundo musulmán, que comprendían y compartían buena parte de las preocupaciones de la Iglesia católica, sobre todo en lo que respecta a la cultura de la vida, la defensa de la familia y los valores y la construcción de la paz. Mientras buena parte de Occidente elaboraba un discurso de satanización del islam o, por el contrario, de ingenua contemporización, el Papa tendía puentes con aquellas voces del islam con capacidad para renovar sus sociedades.
Economía y crisis de valores
La línea teológica del Papa y su dimensión más social lograron la simbiosis más eficaz el año pasado con la Encíclica «Caritas in Veritate», la respuesta de Benedicto XVI a una crisis que dañaba a los países ricos pero llovía sobre mojado en los países del Tercer Mundo. El Papa desarrollaba una tesis principal: la crisis económica era consecuencia de una crisis de valores, de un afán por el lucro donde la ética había sido despreciada sistemáticamente. La solución, afirmará, pasa por potenciar la gratuidad y la subsidiariedad. En la encíclica recuerda que la gratuidad es fuente de riqueza en aspectos como la educación, la responsabilidad social, la familia, toda la dimensión comunitaria de la vida. Autoridades políticas y económicas elogiaron el texto papal. Un aspecto que llamó la atención fue su petición de una «autoridad económica mundial» que pudiera gestionar crisis globales como la que atenazaba al planeta. «El Papa quiere un Gobierno mundial», titularon algunos medios. En realidad, esa «autoridad» puede revestir muchas formas, pero que no se trató de un desliz quedó claro cuando el Papa reutilizó la expresión en un par de ocasiones desde entonces.
En el horizonte
¿Y para el futuro? Al Papa le gustaría poder terminar la segunda parte de su libro «Jesús de Nazaret», donde desarrolla lo que de verdad le gusta: enseñar en un lenguaje divulgativo e investigar lo que la Ciencia teológica puede decir al respecto. Si Dios lo permite, por supuesto.
Textos clave
En «Deus Caritas est» (2006) el llamado «guardián de la ortodoxia» se muestra fluido y lírico al describir el amor de Dios, que siempre implica un encuentro personal más que una doctrina.
En «Spe Salvi» (2007), el Papa desarrolla la virtud teológica de la esperanza, que no repugna a la razón, pero que se basa, sobre todo, en la confianza.
Con «Caritas in veritate» (2009) el Papa sale al paso de la crisis económica internacional, que es, afirma, una crisis de valores. Propone combatirla desde la gratuidad y la subsidiariedad.
En la «Sacramentum Caritatis» (2007), Benedicto XVI pide reforzar el papel central de la Eucaristía en la doctrina cristiana y la pastoral.
14 Abril 10 - Madrid - P. Ginés/M. Velasco
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