1. La imagen bíblica del bello amor
La liturgia de la Fiesta del Santísimo Redentor nos llena del más grande consuelo, cuando afirma: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones a través del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). Dios Padre, con sus “dos manos” – como Ireneo de León llamaba al Hijo y al Espíritu Santo – cuida de nosotros y nos sustenta con la esperanza que no desilusiona (Rm 5, 5). Contentos en el Señor podemos afrontar la existencia, en su trama de afectos, trabajo y descanso como hijos e hijas en el Unigénito Hijo de Dios.
La experiencia común de cada hombre traza la vía maestra para aprender esta tierna descendencia. Es la vía del deseo en sentido pleno, es decir capaz de alcanzar la realidad, no reducido al puro movimiento interior del sujeto. El deseo, en mil formas diversas, dice a cada hombre la necesidad de ser amado definitivamente, incluso más allá de la muerte, y lo apremia a amar definitivamente, a su vez. ¿Cuál es entonces el criterio que verifica la apertura total del deseo, permitiendo este definitivo recíproco amor?
Una sugestiva respuesta nos viene de la Biblia: «Yo soy la madre del bello amor» (Sir 24, 18). Aquí al amor le viene acercada la belleza.
¿Qué quiere decir bello amor? ¿Cuándo el amor es bello? Santo Tomás habla de la belleza como del “resplandor de la verdad”. Para Buenaventura la persona que “ve a Dios en la contemplación”, es decir que lo ama, se ha vuelto toda belleza (pulchrificatur).
La tradición cristiana, con las palabras del Salmo, define a Jesucristo como «el más bello entre los hijos del hombre» (Sal 45,3). El bello amor por lo tanto no es una idea abstracta sino la persona de Jesús, belleza visible del Dios invisible, que por amor se ha hecho como uno de nosotros El bello amor imprime su forma en quien lo acoge abriéndolo a relaciones nuevas y anunciadas. Esto nos permite decir que el amor es bello cuando es verdadero, es decir objetivo y efectivo. San Pablo, en el capítulo 5 de la Carta a los Efesios, lo halla en el amor entre Cristo y la Iglesia entrelazado a aquello entre el marido y la mujer, (cfr Ef 5, 32-33).
2. ¿Una nueva gramática del amor?
Con la doctrina del bello amor el cristianismo tiene pues la pretensión de interceptar una de las dinámicas fundamentales de la vida del hombre. Este fecho, sin embargo, no puede ignorar hoy las pesadas pruebas a las cuales son sometidas las relaciones, también las más íntimas como aquellas entre hombre y mujer, entre esposo y esposa, entre padres e hijos. El amor no ha sido nunca una realidad de buen mercado, ni menos lo es hoy. Justo en las relaciones amorosas se advierten los efectos de la difícil estación que estamos viviendo. Ha cambiado la gramática de los afectos, ante todo en su elemento determinante que es la diferencia sexual. Y de la esfera privada tal proceso cada vez más va extendiéndose en la misma vida civil.
Cuanto más es cotidianamente inmerso en los códigos culturales dominantes el mensaje cristiano del bello amor parece estar metido en un foso insalvable.
¿En el actual y magmático contexto cultural se puede todavía razonablemente creer en la propuesta cristiana del bello amor? Tanto así que muchos hombres, marcados incluso por siglos de evangelización cristiana – y entre ellos no pocos practicantes -, no comprenden y rechazan las enseñanzas de la Iglesia en materia de amor y sexualidad.
¿Cómo callar además, de estos tiempos, la tormenta que ha alterado a la Iglesia católica por el trágico escándalo de pedofilia perpetrado por clérigos y cubierta a veces por negligencia o ingenuidad por el silencio de autoridades eclesiásticas? El escándalo pedofilia, con el efecto de un detonador, parece a muchos haber reducido en añicos la propuesta de los estilos de vida sexual y la visión del hombre implicado que de siglos la Iglesia persigue. Concerniente al problema específico de la pedofilia me ha conmovido la observación: «La palabra usada en estos meses por quien obra en el sector, sea médico, psiquiatra, investigador, psicólogo, jurista, ocupa un espacio del todo irrelevante con respecto al río de palabras emergidas en estos meses de periódicos, radio, televisiones, debates… ¿Por qué este silencio?… Es deseable que a la denuncia de los escándalos, justa y precisa, también siga una reflexión y una profundización de la cuestión, para poderla afrontar de manera eficaz».
Como pastor no tengo una competencia específica para intentar alguna respuesta acerca de la naturaleza y las consecuencias de semejantes e inaceptables abusos. Me parece sin embargo que la palabra-clave – “misericordia”, “justicia en leal colaboración con las autoridades civiles” y “expiación” – indicadas con dolorosa fuerza por Benedicto XVI en la Carta a los cristianos de Irlanda, permitan afrontar cada caso individual, desde el momento que, como bien ha sido dicho, también uno sólo es mucho. El Papa no se sustrae a la corresponsabilidad que tiene cada miembro del único cuerpo eclesial y, en particular, del colegio episcopal. Es un escándalo que toca a la entera Iglesia, llamada a una profunda penitencia, a ir a las raíces de la misericordia, es decir al encuentro personal con el Tú de Cristo. Se trata de una reforma que no podrá no concernir a todos los niveles de su misión.
También por estas razones siento la necesidad de afrontar directamente la pregunta acerca de la credibilidad y la conveniencia de la propuesta cristiana en tema de sexualidad y bello amor.
¿Cómo esta raíz constitutiva del deseo del hombre puede ser concretamente experimentada por él?
Una sofisticada respuesta nos viene de las neurociencias. En particular las neurociencias de la ética se han puesto el problema del amor en el cuadro de su tentativa para explicar en términos puramente neuronales el decisivo interrogante antropológico: ¿qué cosa significa realmente existir como seres pensantes, (conscientes)?. Helen Fisher, antropóloga americana, considerada entre las expertas del sector, ya desde hace muchos años publica libros y artículos científicos, sea especializados que difusores, sobre el tema del amor.
La estudiosa, con su team de investigaciones, ha atribuido una importancia considerable al así llamado estadio del amor romántico, (romantic love). Ello – con la atracción sexual, (libido o lust) y con el apego (attachment) – se reduciría, según lo que dice la autora, a una de las tres redes primordiales del cerebro por el que se aligera la entera palabra afectivo-relacional entre hombre y mujer.
No me parece azaroso reconocer en parecidas posiciones la tentativa de considerar al hombre como puro experimento de él mismo, según la fuerte pero emblemática expresión del filósofo de la ciencia Jongen.
3. El dato incontrovertible: el yo-en-relación
La alternativa del hombre como experimento de él mismo nace por la acogida de la experiencia humana común. Ella revela que el otro/los otros no son una mera añadidura al yo sino un dato a él originario. La personalidad de cada uno es sumergida en una trama de relaciones: el dato relacional es irreprimible.
Desde el regazo de su madre cada hombre, como hijo o como hija, está situado en una relación constitutiva. Su mismo nacimiento, por cuanto podrá ser manipulado en un laboratorio, custodia el misterio de la alteridad: ningún hombre podrá nunca auto-generarse.
La perspectiva antropológica del yo-en-relación, acogida en toda su amplitud, nos lleva a considerar de modo adecuado la diferencia sexual. Ella se revela más bien como el lugar originario que nos introduce a la relación con la realidad. Es la primera e insustituible escuela para aprender la alteridad.
Para el autor del Libro de los Proverbios «La vía del hombre en una joven mujer» es considerada entre las «cosas demasiado arduas para entenderse» (cfr Prov 30, 18-19). A este propósito un gran biblista comenta: «El hombre/mujer es la vía por la cual cada uno de nosotros es introducido en el misterio de la vida; es lo que hace pasar al hombre por la figura de aquella que está en su principio y que lo hace salir de sí cuando nace. Esto hace del encuentro entre los dos al mismo tiempo un nuevo inicio y algo nuevo» En otras palabras, cuando el hombre y la mujer se encuentran se hacen la experiencia por un lado de recomenzar algo que ya por la fuerza de su nacimiento conocen, por la otra de dar vida a una novedad. Ésta es posible por lo tanto porque el encuentro amoroso le pone inevitablemente al hombre la pregunta acerca de su propia origen. Podríamos expresarla así: ¿quién soy yo que encontrándote me encuentro a mí mismo? En cuanto situado en la diferencia sexual el otro de mí me “desplaza”, (di-ferencia) en continuación, impidiéndome quedar encerrado en mí mismo. Estar situados en la diferencia sexual se revela por tanto como un gran don que, bien entendido, se vuelve difusor de amor y de belleza. Aquí está la inextirpable raíz de la fecundidad. El amor no es nunca una relación en dos. En efecto la diferencia hombre-mujer, con este valor originario suyo, encuentra su fundamento en la diferencia de las Tres Personas en el único Dios. La necesidad/deseo del otro que a partir de la diferencia sexual cada persona como hombre y como mujer, experimenta no es por tanto la marca de una minusvalía, de una falta, sino más bien el eco de aquella gran aventura de plenitud que vive en Dios Uno y Trino, porque hemos sido creados a Su imagen.
Cristo Jesús, forma plena del bello amor trinitario en la historia, abre a cada hombre y a cada mujer la posibilidad de participar en esta experiencia.
4. Asegurar los afectos
Con su muerte y resurrección Jesucristo nos ha liberado del miedo a la muerte (cfr Eb 2,14-16). Eso es decisivo para vivir en plenitud los afectos que se inscriben primeramente dentro del hombre-mujer (diferencia sexual). El miedo a la muerte, en efecto, parece a menudo el secreto patrón de las relaciones entre el hombre y la mujer, entre los padres y los hijos. Él es el origen del afán del “todo y enseguida” en las relaciones amorosas que, con la misma rapidez, se queman y se multiplican. Hallamos esta dinámica en la relación entre las generaciones: la decisión de engendrar o de no engendrar hijos, es determinada a menudo por el miedo del carácter contingente de la existencia.
El antídoto contra el veneno de muerte que penetra sin embargo a cada humana relación está ya presente en la historia. Está en la manifestación de la verdad del amor ofrecida por la muerte-resurrección pro nobis de Cristo. La victoria del Amor sobre la muerte hace brillar el sentido pleno de la diferencia sexual: su ser destinado al bello amor que va más allá de la muerte.
5. La castidad: una práctica conveniente
¿La propuesta cristiana acerca de la sexualidad y el bello amor indica un recorrido de vida que conduce a aquella satisfacción y a aquella alegría que el deseo rectamente entendido abre de par en par al hombre. ¿Cómo educarnos concretamente a vivir los afectos según esta integralidad y autenticidad? Emerge a propósito de esto una gran palabra hoy por desgracia caída en desuso: castidad. Correctamente entendida, ella se revela inscrita en la estructura misma del deseo como la virtud que regula la vida sexual haciéndola capaz del bello amor.
Casto es el hombre que sabe tener en orden el propio yo. Lo libera de un erotismo abiertamente reivindicado y vivido, desde la adolescencia, en formas cada vez más contractuales y sin pudor. Ciertamente, el amor es uno en todas sus formas, incluso el amor reducido a venus, para usar una expresión querida a Clive Staples Lewis, el cual define así el mero ejercicio de la sexualidad y lo distingue por la capacidad de amar, que implica a eros y a ágape (Deus caritas est). Pero también cuando se reduce a un comportamiento casi animal, el amor expresa, de modo del todo alterado, una pregunta de verdad.
Ningún hombre puede ser casto si no estableciendo libremente una jerarquía de valores: «La castidad expresa la alcanzada integración de la sexualidad en la persona y consecuentemente la unidad interior del hombre en su ser corpóreo y espiritual» (CCC 2337). Si nosotros desagregamos a venus, eros y ágape nos condenamos a la rotura entre la dimensión emotiva y aquella del pensamiento, del cual la muerte del pudor es el síntoma más grave.
En estas condiciones la experiencia del bello amor se vuelve imposible y la relación amorosa es reducida a una mecánica habilidad sexual, transmitida por una subcultura de las relaciones humanas que se basan en una grave equivocación: sobre la idea, del todo falta de fundamento, que exista un instinto sexual en el hombre. En cambio es verdad lo contrario, como demuestra cierto psicoanálisis: también en nuestro inconsciente más profundo todo el yo está en juego. La castidad pone en campo una experiencia común a todos. En cada ámbito de su existencia el hombre sabe bien de no poder encontrar satisfacción sin sacrificio. El sacrificio es una extraña necesidad, pero es la vía que asegura el gozo. En la esfera sexual y en las relaciones amorosas ésta es particularmente evidente. ¿Por qué hemos definido “extraño” el sacrificio? Porque todos nosotros advertimos una resistencia sana frente a ello. Si estamos hechos para la satisfacción, ¿por qué el sacrificio? ¿No es quizás contrario a la naturaleza de la satisfacción? El valor último del sacrificio no puede residir en sí mismo, ni en el hecho que me sea impuesto del exterior, por cualquier autoridad. Tengo que llegar a descubrir la conveniencia, es decir su intrínseca sensatez para el pleno éxito de mi humanidad. Ello es condición y no fin.
La cruz y la resurrección de Cristo tienen la fuerza de enseñar que el inevitable sacrificio presente en cada humana acción tiene como objeto positivo el logro del proprio destino. El sacrificio asusta cuando no se sabe el por qué. La virtud de la castidad es una gran escuela para el valor misteriosamente positivo del sacrificio. Ella pide la renuncia en vista de una posesión más grande. Puedo renunciar si estoy seguro que esta renuncia me hace poseer en plenitud el bien que quiero, como satisfacción de mi deseo. El sacrificio no anula la posesión, es la condición que lo potencia. El puro placer es no autentico gozo, tanto es verdad que acaba enseguida. Y si queda cerrado en él mismo lentamente anula la posesión, la entristece, la deprime. A primera vista el hombre busca aquel placer que dura siempre, es decir el gaudium (gozo). Lo había entendido bien San Ignacio de Loyola. Siempre me conmueve el hecho que, cuando digo estas cosas a los jóvenes, encuentro más sorpresa e interés que objeción. Intuyen que un camino de castidad desde adolescentes, por la vía de un progresivo dominio de sí que renuncia a comportamientos inmaduros y presuntuosos, abre a una perspectiva de realización en la que se aclara el diseño amoroso de Dios sobre cada uno de ellos. Sexualidad y amor sobre estas bases se realizan completamente como posesión en la distancia. En esta luz emergen en toda su plenitud la vocación a la virginidad y al celibato así como aquella al matrimonio indisoluble, fiel y fecundo entre el hombre y la mujer.
a) Virginidad
La virginidad como forma de vida sólo concierne a algunos llamados a la imitación literal de la humanidad de Cristo, el que ha vivido en obediencia, pobreza y en la perfecta continencia, y por esto renuncian a la modalidad común del ejercicio de la sexualidad, a la familia y la generación en la carne. En la perspectiva del Reino de Dios la virginidad anticipa el cumplimiento final que concierne a todos los hombres. Una parecida forma de vida no prescinde para nada del propio ser situados en la diferencia sexual.
b) Celibato eclesiástico
Para comprender mejor esta afirmación conviene mirar a la cara a otra de las cuestiones hoy discutidas, aquella del celibato. La dedicación a Cristo que el ministerio ordenado implica, sobre el modelo del siervo doliente y del buen pastor dispuesto a preocuparse por la única oveja perdida, permite a los sacerdotes vivir el bello amor.
Quien es llamado a la virginidad y al celibato no es uno que se somete a mutilaciones psicológicas y espirituales sino a un hombre que, practicando la castidad perfecta, tiene que llegar pacientemente a la unidad espiritual y corporal del propio yo. La sexualidad entendida como diferencia no es reducible a la dimensión genital, a la cual en nombre del celibato se renuncia. Sin embargo en la Iglesia de hoy es necesario un esfuerzo educativo capaz de iluminar la elección del celibato hasta en sus motivaciones antropológicas. Hace falta profundizar un dato dejado un poco a la sombra. Me refiero a la naturaleza nupcial de la elección virginal y célibe. El amor, desde dentro de la Trinidad, siempre posee una dimensión nupcial, hecha de diferencia, de don de sí y fecundidad. El celibato por lo tanto no puede ser adecuadamente comprendido en términos meramente funcionales. En el celibato el sacerdote no renuncia al matrimonio y a la familia principalmente o sólo para tener más tiempo de dedicar al propio trabajo eclesiástico.
Del significado profundamente cristológico, escatológico, eclesiológico y antropológico del celibato se comprende la razón de su profunda conveniencia y por tanto de la disciplina de la Iglesia latina a este propósito. El celibato sacerdotal hunde sus raíces en la misma llamada apostólica que literalmente pide “dejar todo”. Para confirmar este su valor originario también está toda la tradición oriental que por el episcopado, plenitud del sacramento de la orden, ha siempre exigido la elección del celibato.
c) Indisolubilidad del matrimonio
La virtud de la castidad también ilumina el carácter indisoluble de la relación conyugal entre el hombre y la mujer en el sacramento del matrimonio. Efectivamente el amor por su naturaleza pide el “para siempre”, a pesar de la humana fragilidad. Es en la indisolubilidad del matrimonio que la relación entre el hombre y la mujer alcanza su verdadera dignidad. La idea de una revocabilidad del don heriría mortalmente al misterio nupcial y volvería falsa la relación misma. Al contrario, la indisolubilidad garantiza la profunda aspiración del hombre y la mujer a un sí irrevocable. El “sí” que se expresa en la elección de la virginidad y en el celibato se pone así objetivamente en relación al “sí” que los cónyuges se prometen para siempre en la boda. La fidelidad no es una propiedad accesoria del amor. Simplemente allá donde no hay fidelidad no ha habido nunca amor, específicamente hablando. Por tanto los cónyuges son llamados a vivir en su amor fiel, indisoluble y fecundo cuanto es expresado también en la elección de la virginidad y el celibato. Tal como las vírgenes y los célibes encuentran en el matrimonio indisoluble un testimonio convincente de la dimensión nupcial de su llamada.
6. Bello amor y amor casto
Volviendo, en conclusión, al tema del bello amor, somos ahora capaces de identificarlo con el amor casto, aquel amor que entra en relación con las cosas y las personas no por su inmediata apariencia, en sí transitoria, ni por el provecho que pueda conseguir: en efecto «pasa la escena de este mundo» (1Cor 7). La distancia pedida en el amor casto en realidad es un entrar más en profundidad en la relación con Dios, con los otros y consigo mismo. Ni siquiera la humana fragilidad sexual representa últimamente una objeción fundada en la castidad. En efecto la caída no viene a anular la naturaleza profunda del deseo humano que continúa a pedir reconocimiento de la diferencia sexual y a apremiar la posesión verdadera, aquello que nunca se da sin distancia. La figura moral cumplida de lo humano no es la impecabilidad sino la “reanudación”. Ella registra, cada vez más con el pasar de los años, el dolor por cada pecado individual mientras por la gracia del perdón de Dios profundiza el amor. San Agustín describe con potencia esta humana condición: «David ha confesado: “reconozco mi culpa” (Sal 50, 5). Si yo reconozco, entonces tú perdona. No presumimos para nada ser perfectos y que nuestra vida sea sin pecado. Sea dada a nuestra conducta aquella alabanza que no olvida la necesidad del perdón»