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Papa: buscar la verdad y aplicar los descubrimientos de una manera que va de la mano con la búsqueda de lo que es justo y bueno

DISCURSO DEL PAPA A LA ACADEMIA PONTIFICIA DE LAS CIENCIAS


Sobre la herencia científica del siglo XX


CIUDAD DEL VATICANO, jueves 28 de octubre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió hoy a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias, a quienes recibió en audiencia en la Sala Clementina del Palacio Apostólico.

* * * * *

Eminencia,

Excelencias,

Distinguidos Señores y Señoras.

Estoy contento de saludarles a todos vosotros aquí presentes con motivo de la Sesión Plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias, para reflexionar sobre “La herencia científica del siglo XX”. Saludo particularmente al obispo Marcelo Sánchez Sorondo, Canciller de la Academia. Aprovecho esta oportunidad también para recordar con afecto y gratitud al profesor Nicola Cabibbo, vuestro llorado presidente. Con todos vosotros, encomiendo su noble alma a Dios, Padre de las misericordias.

La historia de la ciencia en el siglo XX está marcada por indudables logros y avances importantes. Por desgracia, la imagen popular de la ciencia del siglo XX se caracteriza a veces de forma diversa, por dos elementos extremos. Por un lado, la ciencia es considerada por algunos como una panacea, demostrado por los notables logros del siglo pasado. De hecho, sus innumerables avances han sido tan amplios y tan rápidos que parecen confirmar el punto de vista de que la ciencia puede responder a todas las preguntas sobre la existencia del hombre, e incluso sus más altas aspiraciones. Por otro lado, están aquellos que temen a la ciencia y que se distancian de ella, debido a desarrollos preocupantes como la construcción y el terrible uso de las armas nucleares.

La ciencia, por supuesto, no se define por cualquiera de estos extremos. Su tarea fue y sigue siendo un paciente y con todo apasionada búsqueda de la verdad sobre el cosmos, la naturaleza y sobre la constitución del ser humano. En esta búsqueda, ha habido muchos éxitos y fracasos, triunfos y reveses. La evolución de la ciencia ha sido a la vez edificante, como cuando fueron descubiertos la complejidad de la naturaleza y sus fenómenos, superando nuestras expectativas; y humilde, como cuando algunas de las teorías que pensábamos que podían haber explicado los fenómenos de una vez por todas se demostraban solo parciales. Sin embargo, incluso los resultados aún provisionales constituyen una contribución real para revelar la correspondencia entre el intelecto y la realidad natural, en el que las generaciones posteriores pueden basarse para seguir construyendo.

Los progresos realizados en el conocimiento científico durante el siglo XX, en todas sus diversas disciplinas, ha dado lugar a una mayor concienciación sobre el lugar que el hombre y el planeta ocupan en el universo. En todas las ciencias, el denominador común sigue siendo la idea de la experimentación como un método organizado para la observación de la naturaleza. En el último siglo, el hombre ciertamente avanzado más – aunque no siempre en el conocimiento de sí mismo y de Dios, pero sí ciertamente en su conocimiento del macro y microcosmos – que en toda la historia de la humanidad. Nuestro encuentro aquí hoy, queridos amigos, es una prueba de la estima de la Iglesia hacia la investigación científica en curso y de su gratitud por la labor científica, que ella alienta y de la que se beneficia. En nuestros días, los científicos se dan cuenta cada vez más de la necesidad de estar abierto a la filosofía si se quiere descubrir el fundamento lógico y epistemológico de su metodología y sus conclusiones. Por su parte, la Iglesia está convencida de que la actividad científica en última instancia, se beneficia del reconocimiento de la dimensión espiritual del hombre y de su búsqueda de respuestas definitivas que permitan el reconocimiento de un mundo que existe independientemente de nosotros, que no entienden completamente y que sólo podemos comprender en la medida en que aprehendamos su lógica inherente. Los científicos no crean el mundo, sino que aprenden de él y tratar de imitarlo, a través de las leyes y la inteligibilidad que la naturaleza nos manifiesta. La experiencia del científico como ser humano es, pues, la de percibir una constante, una ley, un logos que no ha creado pero que en cambio, ha observado: de hecho, nos lleva a admitir la existencia de una razón todopoderosa, que es distinta de la del hombre, y que sostiene el mundo. Este es el punto de encuentro entre las ciencias naturales y la religión. Como resultado, la ciencia se convierte en un lugar de diálogo, un encuentro entre el hombre y la naturaleza y, potencialmente, incluso entre el hombre y su Creador.

Al mirar hacia el siglo XXI, me gustaría proponer dos ideas para una reflexión más profunda. En primer lugar, a medida que el aumento de los logros de las ciencias acrecientan nuestra maravilla frente a la complejidad de la naturaleza, se percibe cada vez más la necesidad de un enfoque interdisciplinario ligado con la reflexión filosófica. En segundo lugar, los logros científicos en este nuevo siglo deberían ser siempre guiados por el sentido de la fraternidad y la paz, ayudando a resolver los grandes problemas de la humanidad, y dirigir los esfuerzos de todos hacia el verdadero bien del hombre y el desarrollo integral de los pueblos del mundo. El resultado positivo de la ciencia del siglo XXI seguramente dependerá en gran medida de la capacidad del científico de buscar la verdad y de aplicar los descubrimientos de una manera que va de la mano con la búsqueda de lo que es justo y bueno. Con estos sentimientos, os invito a dirigir vuestra mirada hacia Cristo, la Sabiduría increada, y reconocer en su rostro, el Logos del Creador de todas las cosas. Renovandoos mis mejores deseos para vuestro trabajo, os imparto mi Bendición Apostólica.

Lo que une y separa a las iglesias católica y anglicana

El presente estudio tiene por objeto completar mi anterior trabajo sobre “el origen de la Iglesia anglicana y su posible unión a la Iglesia católica, precisando lo que las une y lo que las separa en orden a encontrar una posible solución a la unidad de la Iglesia, que como enseña el papa Benedicto XVI en su discurso ecuménico pronunciado en la abadía de Westminster hay que buscarla: “en la unidad de la fe apostólica y en la necesidad de apertura creativa a los nuevos desarrollos y exigencias de una adecuación correcta del Evangelio al lenguaje contemporáneo y a la cultura, a ejemplo del gran inglés y hombre de Iglesia que fue san Beda el Venerable”.

Imagen antiquísima del apóstol san Pedro en la Iglesia Basílica del Vaticano en Roma
Imagen antiquísima del apóstol san Pedro en la Iglesia Basílica del Vaticano en Roma

Históricamente, la Iglesi del Reino Unido fue tradicional y activa. Evangelizó la Europa medieval franco germánica, tomó parte en la defensa del Cristianismo frente al Islamismo en las Cruzadas de Tierra Santa y permaneció unida a la Iglesia católica hasta el reinado de Enrique VIII, quien funda la Iglesia nacional anglicana separada de la Iglesia católica al considerarse su cabeza suprema aprobada por el Parlamento británico.

El rey Enrique VIII, aunque moralmente era un apasionado, sexual, machista, avaro y nacionalista, sin embargo se mantuvo firme en las creencias cristianas de la Iglesia católica, de tal forma que se opuso terminantemente a la doctrina protestante de Lutero y de Calvino, que el protestante calvinista arzobispo Thomas Crammer de Canterbury pretendió introducir en la Iglesia anglicana en 1536.

En 1539, contra el intento de este arzobispo, el rey Enrique VIII ordena mantener las siguientes creencias tradicionales a sus súbditos bajo la pena de muerte: 1º- la transubstanciación o transformación del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo en el momentote la consagración de la misa. 2º- La comunión bajo un sola especie. 3º- El celibato eclesiástico. 4º- La obligatoriedad de los votos de castidad. 4º- Las misas por los difuntos. 6º- La confesión auricular.

De tal forma que exige su adhesión y cumplimiento a estas creencias que el arzobispo Thomas Crammer que se había casado con una mujer alemana protestante tuvo que enviar a ella y a sus hijos a Alemania. El rey Enrique VIII muere el 28 de enero de 1547, a la edad de 57 años y 38 de gobierno, dejando separa la Iglesia anglicana de la Iglesia católica, pero su fe y culto eran totalmente católicos y tradicionales.

A su muerte, por testamento suyo, le sucede su hijo Eduardo VI tenido de Ana Bolena como rey del Reino Unido contando 9 de años de edad y padeciendo una grave enfermedad pulmonar. En su reinado los protestantes calvinistas se hacen con el poder. Se decreta la Comunión eucarística bajo las dos especies, se buscan teólogos calvinistas para la universidad de Cambridg y se desencadena una furia iconoclasta contra imágenes, cuadros y ornamentos de templos cristianos.

En 1549, por influencia de arzobispo Thomas Crammer de Canterbury, apoyado por el duque Eduardo Seymour regente del Reino Unido por la minoría de edad del rey Eduardo VI, es abolido el celibato eclesiástico y es prescrito elBook Common Prayer (Libro de oración común) compuesto por dicho arzobispo, como libro litúrgico oficial y único de oraciones para todo el Reino Unido.

En 1552, el arzobispo Thomas Crammer de Canterbury que había sido profesor de teología compone el cuerpo doctrinal de la Iglesia anglicana en Cuarenta y dos artículos, en los que establece: la Biblia como única norma de fe cristiana, la sola fe cristiana como justificación de la persona ante Dios, reconoce los sacramentos del Bautismo y la Eucaristía como Cena del Señor sin el carácter sacrificial, conserva la estructura episcopal tradicional de la Iglesia católica, su culto y liturgia y mantiene al rey como cabeza suprema de la Iglesia anglicana.

Fallecido el rey Eduardo VI el 6 de julio de 1553, María, hija del rey Enrique VIII y de su esposa Catalina de Aragón, es nombrada reina del Reino Unido por derecho de sucesión testamentaria. En 1554, la reina María, recia y firme católica como su madre Catalina y su abuela la reina Isabel de Castilla, reconoce al Papa como única cabeza de la Iglesia universal, anula la doctrina protestante calvinista establecida en reinado de su medio hermano el rey Eduardo VI, restituye los bienes expoliados por su padre a los monasterios y cabildos, reprime a los protestantes calvinistas y encarcela al arzobispo Thomas Crammer, quien, en 1556, es condenado a morir en la hoguera junto con otros más protestantes calvinistas destacados, tales como, Latimer y Didley.

Fallecida la reina María el 17 de noviembre de 1558, le sucede por derecho sucesorio testamentario como reina del Reino Unido su media hermana Isabel I, hija del rey Enrique VIII y de Ana Bolena, quien restablece la Iglesia anglicana separada de la Iglesia católica. Reconoce la doctrina calvinista introducida por el arzobispo Thomas Crammer. Revisa los Cuarenta y dos artículos del arzobispo Thomas Crammer promulgados bajo el reinado de Eduardo VI, los reduce a Treinta y nueva y le añade el Common Prever Book como apéndice.

El Parlamento británico restablece la supremacía de la reina como director supremo de la Iglesia anglicana en los asuntos eclesiásticos y políticos, reservando el culto y la liturgia al poder episcopal del arzobispo de Canterbury. En virtud de dicha ley parlamentaria, la corona real británica promulga las leyes eclesiásticas, tiene el derecho de visitar y exigir cuentas a la Iglesia anglicana, recibir el homenaje de los obispos, coronar al arzobispo de Canterbury, hacer los nombramientos de obispos y considerar a los tribunales eclesiásticos como una sección de la administración de Justicia del Reino Unido.

A partir de 1570, la reina Isabel I adopta severas medidas contra la Iglesia católica. Centenares de católicos son condenados a muerte y el ejercicio de la religión católica es castigado con severas penas. El 25 de febrero de 1570, el papa Pio V la excomulga y la depone por la bula Regnans in Ecclesia. En 1589, el papa Gregorio XIII crea en Roma un seminario para formar sacerdotes católicos, que servirá para restablecer la Iglesia católica en el Reino Unido.

Desde el reinado de Isabel I, la Iglesia anglicana queda establecida de forma definitiva como nacional y separada de la Iglesia católica, siendo teológicamente intermedia entre la Iglesia católica y la Iglesia protestante reformada o calvinista. Está unida a la Iglesia católica por el sacramento del Bautismo, por la estructura episcopal y apostólica, por las formas externas de liturgia y culto y por el sistema abacial monástico de san Benito. Está separada de la Iglesia católica por considerar a la corona real como cabeza o directora suprema de la Iglesia anglicana junto con el primado y arzobispo de Canterbury y aceptar moderadamente la doctrina de la Iglesia protestante calvinista o reformada.

Dicha doctrina moderada calvinista de la Iglesia anglicana consiste en considerar a la Biblia como única fuente de fe cristiana, aunque respeta a laTradición siempre que no contradiga Biblia, enseñar la justificación de la persona ante Dios por la sola fe cristiana, negar el primado del obispo de Roma o Papa y rechazar el carácter de sacrificio de la Eucaristía, la transustanciación del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Cristo, las indulgencias, el purgatorio, las imágenes y el culto a los santos.

El 13 de septiembre de 1896, el papa León XIII declarará validas las ordenaciones episcopales anglicanas en su escrito Apostolicae Curae, previo informe de una comisión investigadora sobre el caso. Estas ordenaciones anglicanas se remontan a Mattew Parker, arzobispo de Canterbury, nombrado por la reina Isabel I en 1559 y consagrado por el religioso agustino William Barlow, a quien el rey Enrique VIII habia nombrado obispo de S. Asph y de S. Davids y el rey Eduardo VI le había trasladado al obispado de Bath y Bedfort, usando el ritual anglicano y citando la epístola a Timoteo (1, 6).

Antiguamente, los cargos y empleos del Estado y del Parlamento del Reino Unido sólo podían ser desempeñados por miembros de la Iglesia anglicana. Actualmente, éstos están abiertos a los miembros de cualquiera confesión religiosa o simplemente laicos. En 1992, la Iglesia anglicana aprueba el acceso de las mujeres al sacerdocio. En USA, la Iglesia anglicana recibe el nombre de Iglesia episcopal.

El teólogo Sanders de Cambridge escribe: “la reforma inglesa fue más política que teológica”. El innato optimismo y realismo propio de los ingleses y su aversión a las especulaciones dogmáticas y metafísicas y principalmente su resistencia a todo extremismo hizo que la Iglesia anglicana fue intermedia entre la católica y la calvinista, y se centrase no tanto en las cuestiones teológico dogmáticas, como en cuestiones ético morales, hasta tal punto que el socialismo o laborismo del Reino Unido no tiene caracteres antieclesiásticos y menos anticristianos.

Ahora bien, las citadas diferencias que separan a la Iglesia anglicana de la Iglesia católica es necesario resolverlas a la luz de la fe cristiana apostólica en orden a la unidad de una sola Iglesia, la cual se halla expresada en los textos escritos de los apóstoles y de los padres apostólicos. Entre ellas, la más fundamental es, sin duda, la que versa sobre el primado del Papa u obispo de Roma, como cabeza suprema de la Iglesia universal con poder jurisdiccional sobre ella, por ser sucesor del apóstol san Pedro en la sede romana, que la Iglesia anglicana niega.

A este respeto, el evangelista san Mateo enseña que Jesús de Nazaret dijo: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos, y todo lo que ates o desates en la tierra será atado y desatado en el cielos” (Mt. 16, 18-20). San Pablo define la Iglesia diciendo: “Cristo es la cabeza del cuerpo de la Iglesia” (Col. 1,18), “la Iglesia es el cuerpo de Cristo” (Efe. 4.) y “nosotros siendo muchos somos un solo cuerpo en Cristo” (Rom. 12. 5).

Ante este texto evangélico, la Iglesia anglicana, influenciada por la Iglesia protestante calvinista, sostiene que Jesús de Nazaret dio el poder de primado de jurisdicción sobre la Iglesia universal exclusivamente y personalmente al apóstol Pedro por su fe, sin pasar dicho poder a los obispos de Roma. Sin embargo, los padres apostólicos, la tradición patrística y escolástica afirman y confirman que con dichas palabras bíblicas Jesús de Nazaret da el primado de jurisdicción a Pedro y a sus sucesores los obispos de Roma sobre la Iglesia universal.

Concretamente, san Ireneo de Lyon (140-202), apoyándose en Papías de Hieriapolis y en Policarpo de Esmirna a quien ha conocido y oído siendo joven, escribe: “dado el rango que la Iglesia romana tiene, fundada y edificada por los apóstoles Pedro y Pablo, todas las iglesias, o sea todos los fieles de cualquier parte, deben estar de acuerdo con ella, porque siempre se ha conservado en ella la tradición apostólica” (Adv. Haer. III, 3, 2).

Desde sus inicios, el obispo de Roma, como sucesor del apóstol san Pedro, ha ejercido siempre una autoridad suprema sobre la Iglesia universal, obsediéndole miles de millones de cristianos a través de la historia de la humanidad, y aunque ha sido contestada por millones de cristianos ortodoxos orientales, protestantes, calvinistas, anglicanos…, sin embargo, miles de teólogos, reyes, príncipes, emperadores, presidentes, sabios y científicos la ha reconocido y respetado.

Por otra parte, en la Iglesia, cuerpo de Cristo, no caben las divisiones, escisiones y cimas dentro de ella, dado que existe una unión y unidad mística o misteriosa, más fuerte que la unión y unidad moral, realizada por el Espíritu Santo, Amor de Dios, como alma de la Iglesia, conforme a lo dicho por Jesús en su última Cena (Jn. 16, 7), en la santa María, madre de Cristo, es prototipo y corazón de sus miembros.

De ahí, que el papa Pio XII escriba en la encíclica Mistici Corporis diciendo: “para un definición de la esencia de la verdadera Iglesia de Cristo, nada más divino y excelente que la designada por el cuerpo místico de Cristo”. En las cartas del apóstol Pablo no se encuentra la palabra “místico”, que el papa Bonifacio añadió en la bula Unam Santam, en el año 1302, para distinguir el cuerpo místico de Cristo de su cuerpo histórico, celestial y eucarístico.

El concilio Vaticano II define la Iglesia como “el pueblo de Dios”, pero dicha expresión es propia del pueblo de Israel. Por otra parte, el pueblo de Dios es toda la humanidad, pues todos los seres humanos procedemos y pertenecemos a Dios. En mi humilde opinión la definición de Iglesia como “cuerpo místico de Cristo” es más teológica, apostólica y más propia que la de “pueblo de Dios”.

Ahora bien, la Iglesia, como enseña el papa Benedicto XVI, necesita “una apertura creativa a los desarrollos y exigencias del lenguaje y cultura contemporánea de conformidad con el Evangelio”. Ese lenguaje y cultura que inspira y mueve a la unión y a la unidad de la Iglesia es el amor fraterno compartiendo personas y bienes, conocimientos y sentimientos, alegrías y penas, éxitos y fracasos, ley fundamental cristiana, porque como dice san Juan en su primera epístola: “si no amas a tu hermano a quien ves, cómo vas amar a Dios, a quien no ves”.

José Barros Guede - A Coruña, octubre del 2010


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Octubre: Mes del Rosario

La Iglesia ha dedicado un mes, el de Octubre, para honrar a María con el rezo del Santo Rosario


Autor: Tere Fernández | Fuente: Catholic.net



Origen e historia de esta devoción:

En la antigüedad, los romanos y los griegos solían coronar con rosas a las estatuas que representaban a sus dioses, como símbolo del ofrecimiento de sus corazones. La palabra “rosario” significa “corona de rosas”.

Siguiendo esta tradición, las mujeres cristianas que eran llevadas al martirio por los romanos, marchaban por el Coliseo vestidas con sus ropas más vistosas y con sus cabezas adornadas de coronas de rosas, como símbolo de alegría y de la entrega de sus corazones al ir al encuentro de Dios. Por la noche, los cristianos recogían sus coronas y por cada rosa, recitaban una oración o un salmo por el eterno descanso del alma de las mártires.

La Iglesia recomendó entonces rezar el rosario, el cual consistía en recitar los 150 salmos de David, pues era considerada una oración sumamente agradable a Dios y fuente de innumerables gracias para aquellos que la rezaran. Sin embargo, esta recomendación sólo la seguían las personas cultas y letradas pero no la mayoría de los cristianos. Por esto, la Iglesia sugirió que aquellos que no supieran leer, suplantaran los 150 salmos por 150 Avemarías, divididas en quince decenas. A este “rosario corto” se le llamó “el salterio de la Virgen”.

Cuenta la Historia que un día, a finales del siglo XII, Santo Domingo de Guzmán quien sufría mucho al ver que la gravedad de los pecados de la gente estaba impidiendo la conversión de los albigenses, decidió ir al bosque a rezar. Estuvo en oración tres días y tres noches haciendo penitencia y flagelándose hasta perder el sentido. En este momento, se le apareció la Virgen con tres ángeles y le dijo que la mejor arma para convertir a las almas duras no era la flagelación, sino el rezo de su salterio.
Santo Domingo se dirigió en ese mismo momento a la catedral de Toulouse, sonaron las campanas y la gente se reunió para escucharlo. Cuando iba a empezar a hablar, se soltó una tormenta con rayos y viento muy fuerte que hizo que la gente se asustara. Todos los presentes pudieron ver que la imagen de la Virgen que estaba en la catedral alzaba tres veces los brazos hacia el Cielo. Santo Domingo empezó a rezar el salterio de la Virgen y la tormenta se terminó.

En otra ocasión, Santo Domingo tenía que dar un sermón en la Iglesia de Notre Dame en París con motivo de la fiesta de San Juan y, antes de hacerlo, rezó el Rosario. La Virgen se le apareció y le dijo que su sermón estaba bien, pero que mejor lo cambiara y le entregó un libro con imágenes, en el cual le explicaba lo mucho que gustaba a Dios el rosario de Avemarías porque le recordaba ciento cincuenta veces el momento en que la humanidad, representada por María, había aceptado a su Hijo como Salvador.
Santo Domingo cambió su homilía y habló de la devoción del Rosario y la gente comenzó a rezarlo con devoción, a vivir cristianamente y a dejar atrás sus malos hábitos.
Santo Domingo murió en 1221, después de una vida en la que se dedicó a predicar y hacer popular la devoción del Rosario entre las gentes de todas las clases sociales para el sufragio de las almas del Purgatorio, para el triunfo sobre el mal y prosperidad de la Santa Madre de la Iglesia.

El rezo del Rosario mantuvo su fervor por cien años después de la muerte de Santo Domingo y empezó a ser olvidado.

En 1349, hubo en Europa una terrible epidemia de peste a la que se le llamó ¨la muerte negra” en la que murieron muchísimas personas.
Fue entonces cuando el fraile Alan de la Roche, superior de los dominicos en la misma provincia de Francia donde había comenzado la devoción al Rosario, tuvo una aparición, en la cual Jesús, la Virgen y Santo Domingo le pidieron que reviviera la antigua costumbre del rezo del Santo Rosario. El Padre Alan comenzó esta labor de propagación junto con todos los frailes dominicos en 1460. Ellos le dieron la forma que tiene actualmente, con la aprobación eclesiástica. A partir de entonces, esta devoción se extendió en toda la Iglesia.

¿Cuándo se instituyó formalmente esta fiesta?

El 7 de octubre de 1571 se llevó a cabo la batalla naval de Lepanto en la cual los cristianos vencieron a los turcos. Los cristianos sabían que si perdían esta batalla su religión podía peligrar y por esta razón confiaron en la ayuda de Dios, a través de la intercesión de la Santísima Virgen. El Papa San Pío V pidió a los cristianos rezar el rosario por la flota. En Roma estaba el Papa despachando asuntos cuando de pronto se levantó y anunció que sabía que la flota cristiana había sido victoriosa. Ordenó el toque de campanas y una procesión. Días más tarde llegaron los mensajeros con la noticia oficial del triunfo cristiano. Posteriormente, instituyó la fiesta de Nuestra Señora de las Victorias el 7 de octubre.

Un año más tarde, Gregorio XIII cambió el nombre de la fiesta por el de Nuestra Señora del Rosario y determinó que se celebrase el primer domingo de Octubre (día en que se había ganado la batalla). Actualmente se celebra la fiesta del Rosario el 7 de Octubre y algunos dominicos siguen celebrándola el primer domingo del mes.

La fuerza del Rosario
A lo largo de la historia se ha visto como el rezo del Santo Rosario pone al demonio fuera de la ruta del hombre y de la Iglesia. Llena de bendiciones a quienes lo rezan con devoción. Nuestra Madre del Cielo ha seguido promoviéndolo, principalmente en sus apariciones a los pastorcillos de Fátima.

El Rosario es una verdadera fuente de gracias. María es medianera de las gracias de Dios. Dios ha querido que muchas gracias nos lleguen por su conducto, ya que fue por ella que nos llegó la salvación.

Todo cristiano puede rezar el Rosario. Es una oración muy completa, ya que requiere del empleo simultáneo de tres potencias de la persona: física, vocal y espiritual. Las cuentas favorecen la concentración de la mente.

Rezar el Rosario es como llevar diez flores a María en cada misterio. Es una manera de repetirle muchas veces lo mucho que la queremos. El amor y la piedad no se cansan nunca de repetir con frecuencia las mismas palabras, porque siempre contienen algo nuevo. Si lo rezamos todos los días, la Virgen nos llenará de gracias y nos ayudará a llegar al Cielo. María intercede por nosotros sus hijos y no nos deja de premiar con su ayuda. Al rezarlo, recordamos con la mente y el corazón los misterios de la vida de Jesús y los misterios de la conducta admirable de María: los gozosos, los dolorosos, los luminosos y los gloriosos. Nos metemos en las escenas evangélicas: Belén, Nazaret, Jerusalén, el huerto de los Olivos, el Calvario, María al pie de la cruz, Cristo resucitado, el Cielo, todo esto pasa por nuestra mente mientras nuestros labios oran.

Las Letanías
El Rosario no es una oración litúrgica, sino sólo un ejercicio piadoso. Las Letanías forman una parte oficial de la liturgia en cuanto que las invocaciones reciben permiso de la Santa Sede. Se cree que su origen fue, probablemente, antes del siglo XII.

La forma actual en la que las rezamos se adoptó en el santuario mariano de Loreto, en Italia y por eso se llama Letanía lauretana. En 1587, el Papa Sixto V la aprobó para que la rezaran todos los cristianos. Todos los cristianos hemos recurrido a la Virgen en momentos de alegría llamándola “Causa de nuestra alegría”, en momentos de dolor diciéndole “Consoladora de los afligidos”, etc.
Podemos rezar las Letanías con devoción, con amor filial, con gozo de tener una Madre con tantos títulos y perfecciones, recibidos de Dios por su Maternidad divina y por su absoluta fidelidad. Al rezarlas, tendremos la dicha de alabar a María, de invocar su protección y de ser ayudados siempre ya que la Virgen no nos deja desamparados.

Cómo rezar el Rosario
Como se trata de una oración, lo primero que hay que hacer es saludar, persignarnos y ponernos en presencia de Dios y de la Santísima Virgen.
Luego, se enuncian los misterios del día que se van a rezar y comenzamos a meditar en el primero de estos cinco misterios. Durante la oración de cada misterio, trataremos de acompañar a Jesús y a María en aquellos momentos importantes de sus vidas. Aprovechamos de pedirles ayuda para imitar las virtudes y cualidades que ellos tuvieron en esos momentos. Al meditarlos frecuentemente, estas guías pasan a formar parte de nuestra conciencia, de nuestra vida. Podemos ofrecer cada misterio del rosario por una intención en particular y se puede leer una parte del Evangelio que nos hable acerca del misterio que estamos rezando.
Cada misterio consta de un Padrenuestro seguido de diez Avemarías y un Gloria. Usamos nuestro rosario pasando una cuenta en cada Avemaría. Así seguimos hasta terminar con los cinco misterios.
Al terminar de rezar los cinco misterios, se reza la Salve y se termina con las Letanías.

Los Misterios
Los veinte misterios que se rezan nos recuerdan la vida de Jesús y, dependiendo del día, se rezan de la siguiente forma:

LUNES Y SÁBADO
MISTERIOS GOZOSOS
VIRTUD (sugerida)
1. La Anunciación del ángel a la Virgen. La obediencia.
2. La Visita de la Virgen a su prima Isabel. Amor al prójimo.
3. El Nacimiento del Hijo de Dios. Desprendimiento
4. La Presentación del niño Jesús en el templo. Pureza de intención.
5. El Niño Jesús perdido y hallado en el templo Sabiduría en cosas de Dios.

MARTES Y VIERNES
MISTERIOS DOLOROSOS
VIRTUD (sugerida)
1. La Oración de Jesús en el huerto. Verdadero arrepentimiento de los pecados.
2. La flagelación de nuestro Señor Jesucristo. Espíritu de sacrificio
3. La coronación de espinas. Desapego a lo material
4. Jesucristo es cargado con la Cruz. Paciencia por mi cruz.
5. La crucifixión de nuestro Señor Jesucristo. Generosidad

MIERCOLES Y DOMINGOS.
MISTERIOS GLORIOSOS
VIRTUD (sugerida)
1. La Resurrección de Jesucristo. Fe, Esperanza y Caridad
2. La Ascensión del Señor a los Cielos. Deseo de ir al Cielo
3. La venida del Espíritu Santo. Deseo de vivir en Gracia
4. La Asunción de la Virgen a los Cielos. Amor a María
5. La Coronación de la Virgen en los Cielos. Perseverancia

JUEVES.
MISTERIOS LUMINOSOS

1. El Bautismo de Jesús en el Jordán 2 Co 5, 21; . Mt 3, 17.
2. Las bodas de Caná; Jn 2, 1-12.
3. El anuncio del Reino de Dios Mc 1, 15; Mc 2. 3-13; Lc 47-48.
4. La Transfiguración; Lc 9, 35.
5. La Institución de la Eucaristía, expresión sacramental del misterio pascual. Jn13, 1.


CONCIENCIA Y VERDAD. Cardenal Joseph Ratzinger

En un artículo titulado Si quieres la paz, respeta la conciencia de cada hombre,Conciencia y verdad [en Verdad, valores, poder, Rialp, 4ª ed. 2005, cap. II] el entonces cardenal Joseph Ratzinger, hoy papa Benedicto XVI, cuenta que al comienzo de su actividad académica se le presentó con toda urgencia la cuestión del principio de la primacía de la conciencia en relación con la verdad. Es incuestionable que siempre es preciso seguir el dictamen de la propia dictamen de la propia conciencia, pero ¿qué decir cuando la conciencia es claramente errónea? Se plantea una cuestión moral de primer orden, con implicaciones antropológicas de gran calado. El cardenal expone el problema rememorando sus primeros tiempos de profesor:

«Un colega de más edad, al que la necesidad de Cristo en nuestra época le traspasaba el alma, expresó durante una disputa la opinión de que debíamos dar gracias a Dios por conceder a muchos hombres la posibilidad de hacerse no creyentes siguiendo su conciencia. Si les abriéramos los ojos y se hicieran creyentes, no serían capaces de soportar en este mundo nuestro la carga de la fe y sus obligaciones mora les. Pero como todos siguieron un camino distinto de buena fe, podrán alcanzar la salvación. Lo que más me chocaba de esta afirmación no era la idea de una conciencia equivocada concedida por el mismo Dios para poder salvar a los hombres me diante esa argucia, es decir, la idea de una ofuscación enviada por Dios para la salvación de algunos hombres. Lo que me perturbaba era la idea de que la fe fuera una carga insoportable que sólo las na turalezas fuertes pudieran aguantar, casi un cas tigo, o en todo caso una exigencia difícil de cumplir. La fe no facilitaría la salvación, sino que la dificultaría. Libre debería ser aquél al que no se le cargara con la necesidad de creer y de doblegarse al yugo de la moral de la fe de la Iglesia Católica. La conciencia errónea, que permite una vida más ligera y muestra un camino más humano, sería la verdadera gracia, el camino normal de la salvación. La falsedad y el alejamiento de la verdad serían mejores para el hombre que la verdad. La verdad no lo liberaría, sino que sería él el que debería ser liberado de ella. La morada del hombre sería más la oscuridad que la luz, y la fe no sería un don benéfico del buen Dios, sino una fatalidad. ¿Cómo podría, de ser así las cosas, surgir la alegría de la fe? ¿Cómo el coraje para transmitirla a los demás? ¿No sería mejor dejarlos en paz y mantenerlos alejados de ella? Ideas así han paralizado en los últimos años, con fuerza mayor cada vez, el ahínco evangelizador. Quien ve en la fe una pesada carga o una exigencia moral excesiva no puede invitar a los demás a abrazarla. Prefiere dejarlos en la supuesta libertad de su buena conciencia.

Quien así hablaba era un honrado creyente y, me atrevería a decir, un católico riguroso que cumplía sus deberes con convicción y exactitud. Pero al hacerlo, expresaba una experiencia de la fe que sólo puede inquietar y cuya difusión sería mortal de necesidad para la fe. La aversión casi traumática de muchas personas contra lo que consideran catolicismo «preconciliar» descansa, a mi entender, en el encuentro con una fe soportada como una carga. Aquí surgen, sin duda, preguntas fundamentales. ¿Puede una fe así ser auténticamente encuentro con la verdad? ¿Es tan triste y tan difícil la verdad sobre el hombre y sobre Dios o consiste en vencer esas legalidades? ¿No reside la verdad en la libertad? ¿Pero dónde lleva entonces la libertad? ¿Qué camino nos señala? Al final tendremos que volver a estos problemas de la existencia cristiana en el mundo de hoy. Pero antes debemos regresar al corazón de nuestro tema, al asunto de la conciencia. Del argumento mencionado me estremeció ante todo la caricatura de la fe que yo creía descubrir en él. Pero en una segunda consideración me pareció falso también el concepto de conciencia que presuponía. La conciencia errónea protege al hombre de las exigencias de la verdad y lo salva: así sonaba el argumento. No aparecía en él la conciencia como la ventana que abre al hombre el panorama de la verdad común que nos sustenta y sostiene a todos, haciendo posible que seamos una comunidad de querer y de responsabilidad apoyada en la comunidad de conocimiento. Tampoco es la conciencia en ese argumento la apertura del hombre al fundamento que lo sostiene ni la fuerza para percibir lo supremo y esencial. Aparece, más bien, como la envoltura protectora de la subjetividad bajo la que el hombre se puede cobijar y ocultar de la realidad. En este sentido, el argumento presuponía la idea de conciencia del liberalismo. La conciencia no abre el camino a la venida salvadora de la verdad, que no existe o nos exige demasiado. Se convierte así en justificación de la subjetividad que no quiere verse cuestionada y del conformismo social, que debe posibilitar la convivencia como valor medio entre las diferentes subjetividades. Desaparece el deber de buscar la verdad y las dudas sobre la actitud y las costumbres dominantes. Basta el conocimiento logrado por uno mismo y la adaptación a los demás. El hombre es reducido a su convicción superficial, y cuanta menos profundidad tenga tanto mejor para él.»

¿Qué pensar entonces de la conciencia de los miembros de la SS que realizaron sus fechorías con fanático conocimiento y plena seguridad de conciencia? ¿Qué pensar de Hitler, de Himmler, de Stalin? ¿Carecen de culpa por carecer de sentimientos de culpa? Los diagnósticos y teorías sobre la exculpación por la conciencia errónea no convencen a Ratzinger. Algún error debía haber en tales teorías y la Sagrada Escritura lo confirma. El Salmista pide a Dios que le limpie de los pecados que están ocultos a sus ojos [Sal 19, 13]; el fariseo que ora de pie en el templo, a pesar de sus obras buenas no sale justificado como el publicano [Lc 18, 9-14]. En cambio, los hay que no han recibido las luces de la Ley de Moisés, los "gentiles", y cumplen los preceptos de la Ley [Rom 2, 1-16].

«Toda la teoría de la salvación por ignorancia –asevera Ratzinger- fracasa ante esos versículos: en el hombre existe la presencia inexcusable de la verdad, de la verdad del Creador, que se ofrece también por escrito en la revelación de la Historia Sagrada». Y añade: «El hombre puede ver la verdad de Dios en el fondo de su ser creatural. No verla es culpa. Sólo se deja de ver cuando no se la quiere ver, es decir, cuando no se la quiere ver. Esta negativa de la voluntad que impide el conocimiento es culpa. El que la lámpara de señales no centellee es consecuencia de haber apartado voluntariamente la mirada de lo que no queremos ver».

Ratzinger considera que se ha reducido la conciencia a certeza o seguridad subjetiva, cuando esa especie de seguridad puede no ser más que un mero reflejo del entorno social y de las opiniones difundidas en él, o debida a una falta de suficiente autocrítica, a no escuchar suficientemente la profundidad del alma, la verdadera voz de la conciencia. Se identifica la conciencia con un conocimiento superficial, se reduce el hombre a subjetividad -una subjetividad encerrada en sí misma- y así se esclaviza y somete a las opiniones dominantes. Así resulta que «la reducción de la conciencia a seguridad subjetiva significa la supresión de la verdad». El autor, está tocando el punto neurálgico de la llamada filosofía moderna, con toda su carga de inmanentismo ontológico y gnoseológico, que dificulta enormemente incluso la comunicación entre los distintos sujetos -las personas- y sumerge al hombre en la soledad o lo que que podríamos llamar "panyoismo", todo es yo, solo yo y nada más que yo. Por lo que se refiere a nuestro tema: yo y mi conciencia y nada más. Yo sigo mi conciencia y no necesito que nadie me enseñe nada...

Hay que seguir sin duda la conciencia, aunque sea errónea, insiste Ratzinger, con la mejor tradición cristiana, y en ello no hay culpa, «pero la supresión de la verdad que la precede, y que ahora se venga, es la verdadera culpa, la cual adormece al hombre en una falsa seguridad y lo deja finalmente solo en un desierto inhóspito.»

En este punto el cardenal hace un paréntesis en su razonamiento para referirse a la vida de dos grandes testigos de la voz de la verdad en la conciencia: Newman y Sócrates, sin olvidar el testimonio profundo de los mártires, «testigos de la capacidad otorgada al hombre para percibir el deber por encima del poder y comenzar el progreso verdadero y el efectivo ascenso». Seguidamente, pasa a las «consecuencias sitemáticas» en las que se advierte el bagaje cultural y laoriginal lucidez de quien hoy ocupa la cátedra de Pedro:

Consecuencias sistemáticas: los dos planos de la conciencia

a) Anamnesis.

Después de este recorrido por la historia de las ideas, ha llegado el momento de obtener resultados, es decir, de formular un concepto de conciencia. Quisiera apoyar la tradición medieval cuando dice que el concepto de conciencia contienedos planos que, aunque se deben distinguir conceptualmente, también se tienen que referir constantemente el uno al otro. Muchas tesis inadmisibles sobre la conciencia se deben, a mi entender, a que descuidan la distinción o la relación en cuestión. La principal corriente de la Escolástica expresó los dos planos de la conciencia mediante los conceptos sindéresis y conscientia.

La palabra «sindéresis» (synteresis) procede de la doctrina estoica del microcosmos y es recogida por la tradición medieval de la conciencia. Su significado exacto sigue siendo confuso, y por eso se convirtió en un obstáculo para el desarrollo esmerado de este plano esencial del problema global de la conciencia. Por eso quisiera, sin embarcarme en una disputa sobre la historia de las ideas, sustituir esta palabra problemática por el más claro concepto platónico de anamnesis, que no sólo es lingüísticamente más claro y filosóficamente más puro y más profundo, sino que, además, está en armonía con motivos esenciales del pensamiento bíblico y con la antropología desarrollada a partir de la Biblia.

Con la palabra «anamnesis» expresamos aquí exactamente lo que dice San Pablo en el segundo capítulo de la Epístola a los Romanos: «En verdad, cuando los gentiles, guiados por la razón natural, sin Ley, cumplen los preceptos de la Ley, ellos mismos, sin tenerla, son para sí mismos Ley. Y con esto muestran que los preceptos de la Ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia» (2,14‑15). La misma idea se halla enérgicamente desarrollada en las grandes reglas monásticas de San Basilio. En ellas podemos leer: «El amor a Dios no descansa en una disciplina impuesta sobre nosotros desde fuera, sino que está infundida constitutivamente en nuestra razón como una capacidad y una necesidad». San Basilio habla, con palabras que adquirirán gran importancia en la mística medieval, de la «chispa del amor divino albergado en nosotros». Siguiendo el espíritu de la Teología de San Juan, sabe que el amor consiste en cumplir los mandamientos y, por eso, la chispa del amor, sembrada en nosotros de forma proporcionada a nuestra condición creatural, significa «que hemos recibido de antemano en nuestro interior la capacidad y la disposición para cumplir todos los mandamientos divinos... que no son algo impuesto desde fuera». Lo mismo dice San Agustín reduciéndolo todo a su escueta esencia: « No podríamos decir con seguridad que una cosa es mejor que otra si no hubiera sido grabado en nosotros una comprensión fundamental de lo bueno».

Eso significa que el primer estrato, que podemos llamar ontológico, del fenómeno de la conciencia consiste en que en nosotros se ha insertado algo así como unrecuerdo primordial de lo bueno y de lo verdadero (ambos son idénticos), en que existe una íntima tendencia ontológica del ser creado a imagen de Dios a promover lo conveniente a Dios. Su mismo ser está desde su origen en armonía con unas cosas y en contradicción con otras.

Esta anamnesis del origen, que resulta de la constitución de nuestro ser, que está hecho para Dios, no es un saber articulado conceptualmente, un tesoro de contenidos que se pudiera reclamar, sino un cierto sentido interior, una capacidad de reconocer, de suerte que el hombre interpelado por él y no escindido interiormente reconoce el eco en su interior. Ve que eso es a lo que remite su naturaleza y hacia lo que quiere ir.

En la anamnesis del Creador, que se identifica con el fundamento de nuestra existencia, descansa la posibilidad y el derecho de la actividad misionera. Se debe y se tiene que anunciar el Evangelio a los paganos porque lo están esperando secretamente. La actividad misionera se justifica posteriormente cuando los destinatarios reconocen la palabra del Evangelio al encontrarse con Jesucristo: sí, eso es lo que he estado esperando. En este sentido puede decir Pablo: los gentiles son para sí mismos la Ley, no en el sentido de autonomía del liberalismo moderno y su concepción del sujeto como ser infranqueable, sino en el sentido, mucho más profundo, de que el propio yo es el lugar de la autosuperación más completa en el que somos tocados por Aquél del que venimos y al que vamos. En esas palabras expresa Pablo la experiencia que tuvo como misionero entre los gentiles y que previamente habia vivido Israel en relación con los «temérosos de Dios»: Israel pudo vivir en el mundo pagano lo que los mensajeros de Jesucristo hallaron conformado de manera renovada. Su anunciación respondía a una esperanza. Se referían a un previo saber fundamental sobre las constantes fundamentales de la voluntad de Dios expresada por escrito en los Mandamientos, y que se descubre en todas las culturas y se despliega tanto más limpiamente cuanto menos disfrace el despotismo civilizador al saber originario. Cuanto más viva el hombre del «temor de Dios» ‑compárese la historia de Cornelio (esp. Act. 10,34)‑, tanto más concreta y clara será la eficacia de la anamnesis.

Retomemos de nuevo la fórmula de San Basilio.

El amor de Dios, que se concreta en los Mandamientos, no nos es impuesto desde fuera, sino que es inculcado en nosotros de antemano. El Papa no puede imponer mandamientos a los fieles católicos por capricho o porque lo considere útil. El concepto moderno y voluntarista de autoridad sólo puede desfigurar el sentido teológico del Papado. En la Época Moderna se ha vuelto tan incomprensible la verdadera esencia de la misión de Pedro porque pensamos la autoridad a partir de intuiciones en las que no hay ningún vínculo entre el sujeto y el objeto. Como consecuencia, todo lo que no venga del sujeto no puede ser más que una determinación extraña impuesta desde fuera. La antropología de la conciencia que hemos ido exponiendo poco a poco en estas reflexiones presenta las cosas de otro modo. La anamnesis sumergida en nuestro ser necesita ayuda exterior para percatarse de sí misma. Pero la ayuda exterior no está enfrentada, sino coordinada, con ella: cumple una función mayéutica, no le impone nada extraño, sino que la consuma y consuma su constitutiva apertura a la verdad. Cuando se trata de la fe de la Iglesia, cuyo radio alcanza el Logos redentor y el don de la creación, debemos añadir un nuevo plano, desarrollado de manera especial en los escritos de San Juan. San Juan conoce la anamnesis del nuevo yo con la que hemos sido obsequiados como miembros del cuerpo de Cristo (un cuerpo, es decir, un yo con Él). En el Evangelio se dice repetidamente que es comprendida al recordarla. El encuentro originario con Jesús dio a los discípulos lo que ahora reciben todas las generaciones gracias al encuentro fundamental con el Señor en el Bautismo y la Eucaristía: la nueva anamnesis de la fe, que se desarrolla, como la anamnesis de la creación, en permanente diálogo interior y exterior.

Frente a la arrogancia de los maestros gnósticos, que querían convencer a los creyentes de que su ingenua fe debería ser interpretada y dirigida de otra manera, San Juan puede decir: vosotros no precisáis una enseñanza así, pues «tenéis la unción del Santo y conocéis todas las cosas» (1 Jn 2,20). Esto no significa que el creyente sea omnisciente y conozca todas las cosas. Significa la certeza de la memoria cristiana, que ciertamente enseña siempre, pero por su identidad sacramental distingue internamente entre lo que es desarrollo del recuerdo y lo que es destrucción y falsificación suya. Hoy, en la crisis de la Iglesia, en la que el discernimiento de la sencilla memoria de la fe separa mucho más los espíritus que la instrucción jerárquica, vivimos de forma completamente nueva la fuerza del recuerdo y la verdad de la palabra apostólica. Tan sólo en este contexto se puede entender correctamente el primado del Papa y su conexión con la conciencia cristiana. El verdadero sentido de la autoridad doctrinal del Papa reside en que es abogado de la memoria cristiana. El Papa no impone desde fuera, sino que desarrolla la memoria cristiana y la defiende. Por eso el brindis por la conciencia debe preceder, efectivamente, al brindis por el Papa, pues sin conciencia no habría Papado. Todo el poder del Papado es poder de la conciencia. Es servicio al doble recuerdo sobre el que descansa la fe, y que debe ser conciliado, ensanchado y defendido de nuevo contra la destrucción de la memoria, amenazada tanto por una subjetividad olvidadiza de su fundamento como por la presión del conformismo cultural y social.

b) Conscientia

Después de estas reflexiones sobre el primer plano, esencialmente ontológico, del concepto de conciencia, debemos ocuparnos ahora del segundo estrato, designado en la tradición medieval sencillamente con la palabra conscientia,conciencia. Presumiblemente esta tradición terminológica ha podido contribuir en algo al estrechamiento moderno del concepto de conciencia. Santo Tomás, por ejemplo, sólo denomina conciencia a este segundo plano y, en consecuencia, la conciencia no es para él habitus, es decir, una cualidad estable del ser del hombre, sino actus, o sea, un acontecimiento consumado. Sin embargo, Santo Tomás supone evidentemente el fundamento ontológico de la anamnesis (synderesis) como algo dado. El Aquinate la define como una resistencia interior contra el mal y una íntima inclinación al bien. El acto de conciencia aplica este saber fundamental a las situaciones concretas. Según Santo Tomás, consta de tres momentos: reconocer (recognoscere), dar testimonio (testificari) y juzgar (iudicare). Se podría hablar de un concierto entre la función de control y la de decisión. Siguiendo la tradición aristotélica, Santo Tomás ve este acontecimiento de acuerdo con el modelo de los procedimientos conclusivos. Sin embargo, subraya enérgicamente lo específico de este saber práctico, cuyas conclusiones no derivan del mero saber ni del puro pensar.

Reconocer o no reconocer algo depende siempre de la voluntad, que destruye el conocimiento o conduce a él. Depende, pues, del talante moral dado de antemano, el cual se deforma o purifica progresivamente. En este plano, el plano del juicio (conscientia en sentido estricto), es lícito decir que también la conciencia errónea obliga. En la tradición racional de la Escolástica esta proposición es absolutamente clara. Nadie debe obrar contra su conciencia, como ya había dicho San Pablo (Rom. 14, 23)28. Pero el hecho de que la conciencia alcanzada obligue en el momento de la acción no significa canonizar la subjetividad. Seguir la convicción alcanzada no es culpa nunca. Es necesario, incluso, hacerlo así. Pero sí puede ser culpa adquirir convicciones falsas y acallar la protesta de la anamnesis del ser. La culpa está en otro sitio más profundo: no en el acto presente, ni en el juicio de conciencia actual, sino en el abandono del yo, que me ha embotado para percibir en mi interior la voz de la verdad y sus consejos. De ahí que autores que obraron convencidos, como Hitler o Stalin, sean culpables. Los ejemplos extremos no deberían servir para tranquilizarnos, sino, más bien, para sobresaltarnos y hacernos ver con claridad la seriedad del ruego: límpiame de los deslices que se me ocultan (Ps 19,13).

Epílogo: conciencia y gracia

Al final sigue abierta la pregunta de la que partimos: ¿No es la verdad, al menos como nos la enseña la fe de la Iglesia, muy elevada y muy difícil para el hombre? Ahora, después de las anteriores reflexiones, podemos decir al respecto: ciertamente, el camino de altura hacia la verdad y el bien no es cómodo. Es un camino exigente para el hombre. Pero no es el confortable encerrarse en sí mismo lo que salva. Cuando procede así, el hombre se atrofia y se pierde. En la andadura por las montañas del bien descubre poco a poco la belleza que se oculta en la fatiga por alcanzar la verdad y halla el valor redentor que la verdad tiene para él. Pero con esto no está dicho todo. Disolveríamos el cristianismo en moralismo si no mostráramos esa noticia suya que trasciende nuestro obrar.

La idea se nos puede hacer patente sin demasiadas palabras recurriendo a una imagen tomada del mundo griego, en la que vemos cómo la anmanesis del Creador se dilata hasta el Redentor, que cualquier hombre es capaz de concebir como Redentor, pues responde a nuestras más hondas esperanzas. Pienso en la historia del matricida Orestes. Orestes cometió su crimen como acto de conciencia, que en el lenguaje del mito significa obediencia a la orden de un dios, de Apolo. Pero ahora lo persiguen las Erinnias, que se deben entender como personificaciones míticas de la conciencia, la cual le revela torturadoramente, tras hurgar en lejanos recuerdos, que la resolución de su conciencia, su obediencia al «oráculo», es en realidad culpa. La tragedia entera del hombre se manifiesta en esta disputa de los «dioses», en esta contradicción de la conciencia. En el tribunal sagrado la blanca piedra de Atenas se convierte en la absolución y santificación de Orestes, cuya fuerza transforma a las Erinnias en Euménides, en espíritus de reconciliación: la expiación ha transformado el mundo. Este mito no representa sólo el tránsito de un sistema basado en la venganza al ordenado derecho de la comunidad, sino algo más.

Hans Urs von Balthasar ha expresado este más así: «La gracia apaciguadora es... siempre cofundadora del derecho, no del viejo derecho sin perdón de la época de las Erinnias, sino de un derecho acompañado de gracia». Este mito nos habla del anhelo de que el veredicto de culpabilidad de la conciencia, objetivamente justo, y la destructora miseria interior que derivan de él no sean lo último, del deseo de que haya un poder de la gracia, una fuerza de la penitencia que haga desaparecer la culpa y convierta la verdad en realidad auténticamente liberadora. Es el anhelo de que la verdad no sea sólo exigencia, sino también penitencia y perdón transformadores, mediante los cuales, como dice Esquilo, se «lava la culpa» y se transforma nuestro ser muy por encima de lo que permiten sus posibilidades. Esta es la verdadera novedad del cristianismo: el Logos, la verdad en persona, es también la expiación, el poder transformador que supera nuestras capacidades e incapacidades. En eso reside lo verdaderamente nuevo sobre lo que descansa la gran memoria cristiana, la cual es también la respuesta más profunda a lo que espera la anamnesis del Creador en nosotros.

Cuando no se dice este centro del mensaje cristiano ni se ve su verdad con suficiente claridad, se convierte efectivamente en un yugo muy pesado para nuestros hombrosdel que tendríamos que intentar liberarnos. Pero la libertad alcanzada de ese modo es una libertad vacía. Nos conduce al yermo país de la nada y se descompone por sí sola. El yugo de la verdad se hace «ligero» (Mt 11,30) cuando la verdad viva nos ama y consume nuestras culpas en su amor. Sólo cuando sepamos y experimentemos interiormente todo esto, seremos libres para oír alegremente y sin miedo el mensaje de la conciencia.

Digamos, en fin, que en este texto, el futuro Papa Benedicto XVI, pone de manifiesto, sobre una sólida base intelectual, la misma confianza que el papa Juan Pablo II tuvo en lo que la tradición ha llamado luz natural de la razón, por la que toda criatura humana es capax Dei, capaz de Dios, apta para discernir el bien y el mal, abierta a una realidad -el mundo y Dios- que le trascienden, pero no de una manera hostil, sino armónica. La luz de la fe no se impone a la razón como algo extraño, heterónomo: disipa tinieblas, errores, aviva la memoria del Creador, potencia la luz de la razón y añade luz para ver más y mejor, responde a nuestras más hondas esperanzas, nos abre a la luz del Verbo que se hizo carne, para ser«Luz del mundo» [Jn 8, 12], «luz verdadera que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo» [Jn 1, 9]. Y quien acoge esa luz no puede dejar de ser luz [cf. Mt 5, 14]. Sólo la verdad hace libres, sólo la verdad salva.