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Uno sguardo profetico sugli eventi

Ciencia y Religión en el universo de Stephen Hawking

Francisco José Soler Gil
Universität Bremen – Studiengang Philosophie

Conferencia pronunciada el día 16 de diciembre de 2008
en el Colegio Mayor Albayzín (Granada)
con motivo de la presentación del curso «Ciencia, Razón y Fe en el Bicencetenario de Charles Darwin», que tendrá lugar en el Colegio Mayor Albayzín entre los días 19 de febrero y 5 de marzo de 2009
1. Introducción: «Historia del tiempo» y la cuestión de Dios
En octubre de 1988, es decir, hace ahora 20 años, salió al mercado la primera edición española de «Historia del tiempo», la obra de divulgación más famosa de Stephen Hawking. Una obra que hizo pasar a este autor, de la noche a la mañana, de ser un especialista conocido dentro del ámbito de la física relativista y la gravitación cuántica, a convertirse en una celebridad mundial, una especie de icono mediático, considerado por el público como el sucesor de Einstein y Newton.
Desde entonces, la fama, pero también la polémica, no ha dejado de acompañar a Hawking. Una polémica en varios frentes, que van desde la cuestión del valor real de sus aportaciones a la física hasta la mayor o menor seriedad de sus afirmaciones de corte filosófico.
Ahora bien, si hay un tema que ha encendido el interés general en torno a este autor y que ha alimentado las polémicas sobre sus planteamientos, ha sido el tema de Dios, es decir, la cuestión de las consecuencias del modelo cosmológico de Hawking para la idea de Dios como Creador del universo. Y es natural, puesto que ya desde el mismo prólogo de «Historia del tiempo», Carl Sagan subraya esta clave para comprender ese libro:
«También se trata de un libro acerca de Dios... o quizás acerca de la ausencia de Dios. La palabra Dios llena estas páginas. Hawking se embarca en una búsqueda de la respuesta a la famosa pregunta de Einstein sobre si Dios tuvo alguna posibilidad de elegir al crear el mundo. Hawking intenta, como él mismo señala, comprender el pensamiento de Dios»[1].
La advertencia es clara, y debe ser tomada en serio: «Historia del tiempo» ―la obra en la que Hawking reflexiona por extenso acerca de las consecuencias de su modelo cosmológico― es, en gran medida, un libro sobre Dios. O, más concretamente, un libro sobre la idea de Dios como Creador y la del universo como creación. Quizá la pregunta más importante que plantea el ensayo de Hawking sea la de en qué sentido podríamos seguir considerando a Dios como Creador (y por tanto al universo como creación), si el cosmos poseyera el grado de autocontención e independencia que le atribuye Hawking en su cosmología.
Desde luego, no es fácil reflexionar sobre una pregunta así en el espacio tan limitado de una charla, puesto que tal cosa requiere considerar con cuidado varios aspectos: Desde la noción de creación, hasta los argumentos cosmológicos de la teología natural, pasando por los argumentos esbozados por el propio Hawking, y por sus críticos etc. El interesado en estos asuntos puede hallar un desarrollo de cierta extensión en mi ensayo «Lo divino y lo humano en el universo de Stephen Hawking», que acaba de ser publicado por Ediciones Cristiandad, y en el que he procurado analizar todos los puntos relevantes para emitir un juicio sobre el papel de Dios en el universo de Hawking.
Pero, por lo que toca a esta charla, propongo que nos centremos sobre un aspecto particular ―pero significativo― de la temática mencionada. Más concretamente, lo que sugiero es que nos detengamos a considerar dos posibles rasgos alternativos del cosmos, que históricamente han venido asociados, el uno con el enfoque teísta, y el otro con el enfoque materialista del universo.
Y que, después de presentar esta alternativa, procuremos responder a la pregunta de cuál de los rasgos mencionados se ajusta más a la descripción del universo que propone Hawking.
No obstante, para que quede más claro el hilo de las reflexiones siguientes, conviene que comencemos sintetizando en pocas líneas en qué consiste la disyuntiva teísmo/materialismo en cosmología, y qué imagen del universo favorece cada uno de estos planteamientos.
2. Teísmo y materialismo en cosmología
«Teísmo» y «materialismo» son nombres que designan la que posiblemente sea la primera gran encrucijada de las imágenes del mundo. Una encrucijada que nos sitúa ante caminos del pensamiento radicalmente opuestos, ya que difieren en lo más básico ―en el carácter de la realidad fundamental―, de modo que las perspectivas, o imágenes del mundo, a que dan lugar son irreconciliables.
Para el materialismo, la realidad primera es la materia inerte, mientras que para el teísmo, la realidad primera es el Logos, el Dios vivo y personal.
Percibiremos el carácter de toma de postura básica que posee esta encrucijada, con sólo caer en la cuenta de que la división más nítida que cabe establecer en el conjunto de las experiencias humanas es la que se da entre el grupo de las experiencias de lo inerte, y el de las experiencias de lo consciente y lo personal. Sintetizando al máximo, podríamos decir que se trata de la división entre lo material y lo mental. Todas las experiencias humanas encajan en uno de estos dos grupos. De manera que no hay división conceptual más profunda de nuestro ámbito de existencia. Y, sobre esta base, lo que hacen el teísmo y el materialismo es intentar aproximarse a la realidad fundamental por medio del empleo de categorías de una de las dos familias de conceptos que se encuentran relacionados con estos dos conjuntos de experiencias. El teísmo propone, por tanto, que la realidad fundamental se deja describir mejor (o menos mal) con conceptos tomados del orden de lo mental (tales como entendimiento, autoconciencia, voluntad, etc.), mientras que el materialismo apuesta por describir esa realidad desde los conceptos asociados con la materia inerte.
En el fondo se trata de una opción entre la vida consciente y la muerte como base de lo real: ¿Es la vida y la conciencia humana un mero epifenómeno de la materia inerte, regida por las leyes de la física? ¿O constituyen más bien esta vida y esta conciencia un reflejo [imago dei] de una inteligencia superior, creadora y rectora del mundo? ¿Qué es más indicativo de la esencia de la realidad, la capacidad de las fuerzas naturales para destruirme, o mi capacidad para darme cuenta de su existencia y de la mía?
A este respecto escribe Pascal:
«El hombre no es más que una caña, lo más débil que existe en la naturaleza; pero es una caña que piensa. No es preciso que el universo entero se alce contra él para aplastarle: un vapor, una gota de agua basta para matarle. Pero aunque el universo le aplastase, el hombre seguiría siendo más noble que lo que le da muerte, puesto que sabe que muere y conoce la superioridad que el universo tiene sobre él, mientras que el universo no sabe nada»[2].
Ahora bien, ¿procede esa «nobleza» del parentesco de la conciencia con la fuente de la realidad? ¿O se trata de una «nobleza» meramente subjetiva, que resulta de que apreciamos más lo más íntimamente nuestro? No es fácil exagerar la importancia de estas preguntas: Nuestra postura ética en situaciones límite, nuestra esperanza o desesperación ante la muerte, nuestra valoración de los bienes materiales, nuestra actitud ante el dolor, todo esto, absolutamente todo, depende de qué planteamiento nos parezca más cuerdo: el materialismo o el teísmo.
Pues bien, resulta que entre los muchos temas que resultan afectados por esta opción se encuentra también la cosmología. De manera que, si repasamos la historia de las ideas cosmológicas de occidente, podremos comprobar sin gran dificultad que el concepto de universo sostenido por la mayor parte de los pensadores teístas dista mucho del concepto sostenido por los autores materialistas. Simplificando drásticamente, y dejando de lado las diversas variaciones entre los filósofos de cada uno de los grupos, cabe sintetizar las diferencias entre teísmo y materialismo en un pequeño número de rasgos.
Si nos centramos en la doctrina cristiana de la creación del cosmos ―que es la versión del teísmo más influyente en la historia del pensamiento occidental―, encontraremos que ésta favorece la idea de un universo:
(A) que puede concebirse como un objeto,
(B) que es plenamente racional, como consecuencia de ser producto de la razón divina (y tal que esa racionalidad resulta en gran medida comprensible para el hombre), y
(C) que está estructurado para posibilitar (entre otros fines) la generación de seres inteligentes, capaces de conocer a Dios, y relacionarse, en cierto modo, con Él.
En cambio, el pensamiento materialista favorece comúnmente la idea de un universo:
(A') que no puede concebirse como un objeto, porque no es una realidad contingente.
(B') que es sólo parcialmente racional, o cuya racionalidad se deriva de un estado de caos fundamental o inicial,
(C') que no persigue ningún fin.
De manera que, ante la afirmación de que tal o cual modelo cosmológico ―como pueda ser, en nuestro caso, el de Stephen Hawking― favorece o dificulta la aceptación de un Dios Creador, lo mejor que se puede hacer es tratar de comprobarla estudiando a cuál de los dos planteamientos anteriores se ajusta más el modelo en cuestión.
Una tarea que, por cierto, en el caso del modelo de Hawking se simplifica en parte, debido a que, al encontrarse dicha propuesta trazada todavía a rasgos muy gruesos, no es posible discutir la pregunta de si pequeños cambios en la estructura del universo de Hawking eliminarían o no la posibilidad de la existencia de seres inteligentes, y de seres complejos en general. Con lo cual el análisis del tercero de los rasgos mencionados ―el de la existencia, o no, de un diseño cósmico tendente al logro de ciertos fines― no resulta abordable por ahora.
Nos quedan, pues, dos puntos de reflexión, sobre los que podemos apoyarnos para discutir las implicaciones teológicas del universo de Hawking: Por un lado, tenemos la cuestión del grado y el tipo de racionalidad que presenta dicho universo, y por otro, tenemos la cuestión de si nos encontramos ante un cosmos que posee los rasgos esenciales de un objeto contingente, o más bien de una realidad necesaria, o incluso de una totalidad indefinida (e indefinible).
Ahora bien, conviene que no intentemos tratar todos estos aspectos en esta charla, ya que hacerlo bien requiere su tiempo, y si lo hacemos pasando muy por encima sería inevitable que quedara al final una cierta sensación de arbitrariedad en el discurso.
Centrémonos por eso, en uno sólo de los asuntos; por ejemplo, en la cuestión de si el universo de Hawking puede considerarse como un objeto físico más (y por tanto contingente), o si se entiende mejor como una realidad no objetual (y por tanto, posiblemente incausada). Pero, antes que nada, y para evitar precisamente esa sensación de arbitrariedad, voy a tratar de exponer en líneas generales por qué la primera de las posibilidades ―la del universo-objeto― enlaza un modelo cosmológico con la concepción teísta del universo como creación, mientras que la segunda lo acerca más al pensamiento materialista.
3. El universo como objeto creado o como realidad divina
Empecemos por la conexión entre el teísmo y la idea del universo como un objeto (y por tanto como una entidad contingente). De entrada, apuntaré que ya en la Biblia encontramos por doquier la comparación del universo con diversos objetos, y preferentemente de los que resultan de la acción de un artesano (así se dice que los Yahweh despliega los cielos como una tienda, ellos son hechura de sus dedos [Ps.8,4], obra de sus manos [Ps.19,2], Él fijó la estructura del mundo [Job 38] etc., etc.). Y si pasamos al pensamiento de los filósofos cristianos, comprobaremos fácilmente que la idea de la objetualidad del universo constituye una constante entre ellos. Ya en una fecha tan temprana como el siglo ii, Atenágoras compara, en su «Legación a favor de los cristianos», el cosmos con un edificio, y con un instrumento musical. Dos de los ejemplos que más se repetirán, en lo sucesivo, para significar la objetualidad del universo; sin duda porque sugieren claramente, no sólo dicha objetualidad, sino también la racionalidad impresa en tales objetos por su autor, y el hecho de que el autor los ha fabricado persiguiendo determinados fines ―es decir, las otras dos ideas clave del cosmos teísta, a las que no nos vamos a referir aquí―. En palabras de Atenágoras:
«Bello, ciertamente, es el mundo, y todo lo abarca en su grandeza, y por la disposición de los astros de la eclíptica y los del septentrión y por su figura esférica; pero no es a él, sino a su artífice, a quien se debe adorar. Porque tampoco vuestros súbditos que acuden a vosotros [...] os dejan de honrar a vosotros para detenerse en la magnificiencia de vuestra morada. [...] Y es bien de notar que vosotros, los reyes, os labráis para vosotros mismos vuestras regias moradas; pero el mundo no fue hecho porque Dios lo necesitara [...]. Si, pues, es un instrumento armonioso que se mueve según ritmo, yo no adoro al instrumento, sino a quien le da la armonía y le hace emitir los sonidos [...] Y si el mundo es, como dice Platón, un artificio de Dios, admirando su belleza, me dirijo al artista» [3].
Esta idea del cosmos como un instrumento musical, la recogerá, dos siglos más tarde, San Gregorio Nacianceno, en su discurso 28
[4]. Un discurso que merece la pena mencionar, porque en él se encuentra el que, posiblemente, sea el uso más agudo de la objetualidad del universo como apoyo del pensamiento teísta. En efecto, la tesis que San Gregorio desarrolla en ese discurso puede resumirse así: El cosmos es un objeto, por lo que tiene que tener una causa; mientras que Dios, su hacedor, no es un objeto, sino que se trata de una entidad inclasificable según nuestras categorías, puesto que éstas sólo resultan válidas en el ámbito de nuestra experiencia. De ahí que tenga sentido el preguntar por la causa del universo, pero no lo tenga el preguntar por la causa de Dios.
Si siguiéramos repasando la historia del pensamiento cosmológico cristiano, comprobaríamos que autores tan destacados como Copérnico y Kepler se hayan situados exactamente en estas mismas coordenadas de pensamiento. Y así por ejemplo Copérnico, en el prefacio de su magna obra sobre las órbitas de los planetas hablará de «los movimientos de la máquina del mundo, construida para nosotros por el mejor y más regular de todos los artífices» etc.
Pero, como no tenemos mucho tiempo, dejemos esto, y pasemos a esbozar la alternativa materialista. No sin antes especificar, ejemplos aparte, que cuando hablo de «objeto» me estoy refiriendo a una entidad material dotada de un cierto grado de independencia (que en el caso ideal llega a la aislabilidad), un cierto grado de unidad, y una serie de rasgos esenciales, propiedades dinámicas, eventualmente estructuras internas etc., que permiten considerar al objeto de que se trate como algo determinado. El lector interesado en saber más sobre esta noción de objeto ―que se remonta al concepto aristotélico de sustancia―, y su aplicación a toda una gama de sistemas físicos de lo más variado, encontrará abundantes detalles en mi ensayo «Aristóteles en el mundo cuántico»[5].
Pues bien, el pensamiento cosmológico materialista se ha opuesto desde la antigüedad a considerar el universo desde este enfoque. Y es normal, ya que la experiencia nos dice que no hay objetos sin fundamento, de modo que un universo-objeto nos está invitando a buscar más allá de él su razón de ser... que es justo lo que el materialista trata de negar. Desde el enfoque materialista, el universo ―o una hipotética cadena de universos, o alguna otra forma de multiverso (ya que para el caso da igual a qué nivel situemos la realidad física última)― ha de incluir todo lo que existe, ha existido y existirá, y no debe de quedar resquicio para esperar sensatamente que exista una realidad fundante más allá de ese todo material.
Por eso, para eliminar la cuestión de la causa del universo, los pensadores materialistas han buscado la forma de ―digámoslo así― «divinizarlo», es decir de aplicar al cosmos atributos que lo diferencian de los objetos ordinarios, y le prestan en ciertos aspectos alguna semejanza con la divinidad postulada por los teístas.
A lo largo de la historia, encontramos sobre todo dos variantes de esta estrategia «divinizadora» del universo: la primera de ellas, que podemos denominar «fuerte», tratará de asociar toda clase de infinitos con la idea de universo de manera que la razón humana no pueda ni siquiera concebir la totalidad material; la segunda de ellas, que podemos denominar «débil», tratará de eliminar toda contingencia del universo, haciendo que coincida en él lo real con lo posible, y aproximándolo así a la idea de ser necesario.
Desarrollemos un poco más estas ideas:
La primera estrategia divinizadora del universo se basa en la atribución al todo físico de rasgos que transmiten a ese todo material la inasibilidad propia del ser divino ―y de ahí el uso de la palabra «divinización» en este contexto―, de la cual se deriva, entre otras cosas, la falta de sentido de la pregunta por la causa del cosmos, y la consiguiente posibilidad de considerar la materia como la realidad fundante. Los rasgos que producen semejante resultado son los asociados con el atributo divino de la «infinitud».
Ciertamente, la infinitud espacial y temporal, por sí solas, no son suficientes para anular la conceptuabilidad del universo como un objeto ordinario. Baste al respecto recordar que es frecuente, en todas las ramas de la física, definir modelos de objetos ideales infinitos en uno u otro sentido, porque resultan incluso más fáciles de caracterizar que los objetos reales finitos (y así se habla, por ejemplo, de condensadores eléctricos de superficies infinitas, de cilindros conductores de longitud infinita, de procesos termodinámicos que ocurren con una lentitud infinita, etc. etc.).
Ahora bien, cuando un filósofo materialista predica del universo la infinitud espacial y temporal, lo que pretende derivar es la indeterminación formal de la totalidad física ―a diferencia de lo que ocurre en los ejemplos físicos que acabo de mencionar―. Lo que tiene en mente, pues, este filósofo, es la idea de una materialidad infinita, de cuya infinitud resultaría la ausencia de rasgos caracterizadores: El cosmos no sería nada determinado, sino que adoptaría todas las formas (configuraciones, estructuras, tipos de leyes etc.) posibles, en uno u otro lugar, y/o en uno u otro dominio. Un cosmos así no sería una cosa, ya que no sería ni esto ni lo otro, sino una veces así, y otras de otra manera, o en unas partes así y en otras no. O, dicho en términos un poco más técnicos: No se podría predicar una esencia del cosmos, y por ello no sería una sustancia (una cosa). Lo mismo que se dice de Dios que no es una cosa [6].
El atractivo para el materialismo de semejante planteamiento es doble: Por una parte, al no poder considerarse la totalidad material como un objeto, desaparece, como ya hemos indicado, la cuestión de su fundamento. ¿Qué sentido podría tener la pregunta por la causa de algo indeterminado, radicalmente diferente de las cosas concretas, que son las entidades sobre las que se aplica el principio de causalidad? Por otra parte, la indeterminación del cosmos convertiría en aparente cualquier indicio de inteligibilidad, o diseño, que pudieran sugerirnos la prioridad ontológica de la mente sobre la materia. Las leyes naturales y la forma concreta de esas leyes no serían más que expresión de configuraciones aleatorias en una realidad sin orden racional de ningún tipo.
Ahora bien, si comparamos semejante planteamiento con el objetivo que pretende alcanzar la cosmología física ―no sólo la cosmología de Hawking, sino cualquier otro modelo cosmológico de los que se proponen hoy día a partir de la física―, se percibe con claridad que estamos ante dos concepciones radicalmente diferentes de la idea de cosmos. Fernando Savater lo explica así:
«¿Qué es el universo? La tarea de responder a esta pregunta debería comenzar por aclarar qué entendemos por “universo”. Digamos que hay dos sentidos del término, el uno heavy y el otro más bien light. Según el primero de ellos, el universo es una totalidad nítidamente perfilada y distinta al agregado de sus diferentes partes, acerca de la cual cabe plantearse interrogantes específicos. Según el segundo, no es más que el nombre que damos al conjunto o colección indeterminada de todo lo existente, una especie de abreviatura semántica para la acumulación innumerable e interminable de cosas grandes y pequeñas, sin ninguna entidad especial sobre la que podamos teorizar aisladamente»[7]
Este pasaje está tomado del capítulo «El universo y sus alrededores», del libro «Las preguntas de la vida» de Savater, cuyo objetivo es ofrecer un alegato en favor de la filosofía materialista y de la imagen del universo implicada en esa doctrina. Pues bien, para hacer tal cosa, Savater partirá de distinguir los dos sentidos alternativos del término «universo», a los que se hace referencia en el pasaje citado. A continuación, identificará el segundo sentido como el propio de la ontología materialista. Y, apoyado en la concepción del universo como el conjunto indeterminado e interminable de las cosas, rechazará la pregunta por la causa del universo[8] y la idea de un orden racional cósmico.
Ahora bien, esa idea de universo, asociada por Savater con el pensamiento materialista, ¿acaso no implica la negación de la mera posibilidad de la cosmología como ciencia? Pues afirmar que el universo no es una totalidad nítidamente perfilada, ni una entidad especial sobre la que podamos teorizar aisladamente equivale a decir que el universo no es un sistema físico, del que podamos elaborar un modelo, a la manera en que elaboramos un modelo de los átomos, o de las moléculas, o de los metales. Y eso es justamente lo que nos ofrece la cosmología física actual, incluido el modelo de Hawking.
De manera que, en este punto, podemos decir, desde ya, que cualquiera que conceda credibilidad a la imagen del universo que nos propone Stephen Hawking, está, por lo mismo, rechazando la concepción cosmológica más querida por los filósofos materialistas: la de que «la Naturaleza es partes sin un todo»[9].
¿Tendríamos que concluir entonces que el éxito de cualquier modelo cosmológico debería ser interpretado como un indicio en favor de la cosmovisión teísta, mientras que la eventual imposibilidad de lograr una cosmología consistente y bien ajustada a los datos astrofísicos, debería anotarse como un tanto en favor de la cosmovisión materialista?
Bien. En algunos artículos he sostenido la tesis de que el rechazo de la cosmología física es la posición más consistente con el materialismo. Una tesis que puede avalarse tanto por medio de un análisis como el que estamos esbozando aquí, como también repasando los posicionamientos con respecto a la cosmología por parte de los diversos autores que han reflexionado sobre esta disciplina.
Sin embargo, conviene no pasar por alto el hecho de que no todos los materialistas rechazan la cosmología. En parte, sin duda, porque resulta difícil enfrentarse a ella, en las circunstancias actuales, dado que el modelo cosmológico estándar ofrece una explicación unificada de toda una serie de datos, y además se trata de un modelo íntimamente relacionado con una de las teorías físicas en las que se tiene más confianza hoy en día (la teoría general de la relatividad), y ―¡sobre todo!― ha sido incluso capaz de predecir con éxito un fenómeno que no se conocía antes de la predicción (la radiación cósmica de fondo) [10]
Pero, en parte, la coexistencia del pensamiento materialista ―que domina, en la actualidad, en los ambientes intelectuales europeos― con el auge de la cosmología física, se debe también al hecho de que aún no se ha perdido del todo la esperanza en la segunda estrategia divinizadora del universo. Esta segunda estrategia consiste en argumentar que el universo es una realidad necesaria, y no una entidad contingente como los objetos ordinarios. Y así se afirmará que, a diferencia de los objetos cotidianos, que siempre podrían ser, en tales o cuales aspectos, diferentes a como de hecho son, el universo es tal que no puede ser de otro modo a como de hecho es. Y se subrayará que cuando decimos que un objeto es algo determinado, estamos indicando que posee tales rasgos esenciales, y no tales otros, tales características particulares, y no tales otras, que se puede considerar como ejemplar de tal especie, y no de tal otra. En la descripción de cualquier objeto, en definitiva, nos hallaremos siempre ante toda una serie de alternativas, en las que se ha realizado algo, y no las demás posibilidades. Y de ahí los vehementes indicios de contingencia que se derivan del estudio de semejantes entidades. Resumiendo: que los objetos constituyen siempre la realización de una posibilidad entre varias. Pero entonces, ¿estaríamos legitimados para seguir considerando bajo esta categoría a una entidad sin alternativas, puesto que en ella lo posible coincide exactamente con lo real? Resulta, como mínimo, dudoso. Como dudosa resultaría también la contingencia de semejante entidad.
Formalmente, en todo caso, nos hallaríamos ante un ser necesario. Otra cuestión es si esa necesidad formal implicaría necesidad ontológica, es decir, si una entidad de tales características, en caso de ser posible, no tendría que existir inevitablemente [11]
Pero no vamos a entrar a discutir este asunto aquí. En lugar de eso, precisemos qué es lo que significa la expresión de que el universo «no podría ser de otro modo a como de hecho es». Esta expresión puede entenderse en un sentido débil, en otro más fuerte, y en un tercero, que sería el más fuerte de los tres. En un sentido débil, diríamos que el universo no puede ser de otro modo a como es si el modelo cosmológico que lo describiera fuera el único modelo consistente con el marco físico que aceptado como válido, y no quedara en dicho modelo ningún parámetro que no fuera determinado por este marco físico. Pero éste es seguramente un sentido demasiado débil para los fines de la argumentación materialista, puesto que, aunque un modelo cosmológico se siguiera con necesidad de una determinada física, podrían darse en ella tales indicios de contingencia que arruinaran la primera impresión de necesidad que se desprendía de la deducción del modelo cosmológico en cuestión. Por eso, en un sentido algo más fuerte (y más próximo al ánimo de los autores materialistas) diremos que el universo sería formalmente necesario si la teoría física de la que se dedujera como un corolario tampoco contuviera parámetros no determinados por la propia teoría. Y, por último, el sentido verdaderamente robusto de la expresión de que «el universo sólo puede ser como es» lo obtendríamos si el modelo cosmológico que lo describiera fuera el único modelo que se derivara de una teoría física que, a su vez, no sólo no contuviera parámetros inexplicados, sino que, en general, no contuviera ningún tipo de elementos estructurales arbitrarios.
No hará falta ni que mencione que este escenario constituiría la meta ideal para muchos de los esforzados físicos que andan buscando con denuedo la que denominan «teoría final» o «teoría de todo».
En todo caso, lo que importa aquí es que, después de estas reflexiones, ya tenemos todos los elementos necesarios para tratar la cuestión de si el universo de Hawking, por lo que toca al punto que estamos desarrollando, se aproxima más a la cosmovisión teísta o a la materialista. Veámoslo.
4. El universo de Hawking es un objeto contingente
¿Qué es el universo de Stephen Hawking? ¿Es un objeto contingente, en la línea del pensamiento cosmológico teísta? ¿O más bien consiste en una colección indefinida e interminable de objetos grandes y pequeños, que no posee, como totalidad, una entidad propia sobre la que se pueda teorizar? ¿O es un ser formalmente necesario, en un sentido más o menos robusto de esta expresión?
De entrada, y como he mencionado anteriormente, ya podemos descartar la segunda de las opciones, la de la colección indefinida de objetos sin entidad propia. Pues el mero hecho de que el universo de Hawking sea descrito por medio de un modelo físico, que describe su estructura y sus características dinámicas globales no casa de ninguna manera con la idea de que se trata de colección de objetos sin entidad propia.
¿Podría tratarse entonces de un ser formalmente necesario? Tampoco resulta fácil argumentar en favor de esta opción. No olvidemos que la cosmología de Hawking tiene como base una determinada tentativa de cuantización de la fuerza de gravedad ―la denominada «aproximación canónica»―, que se formula a partir de la versión hamiltoniana de la relatividad general. De manera que, ya de entrada, esta cosmología hereda todos los parámetros «contingentes» de la relatividad y la teoría cuántica (el valor de las constantes universales c , h, etc.). Y hereda de ellas, además, otro número no pequeño de rasgos formales injustificados (la dimensionalidad del espaciotiempo, por ejemplo, etc.) ―un indicio de contingencia que se resume en la famosa pregunta de Wheeler: «¿Por qué estas ecuaciones y no otras?»―. Y, por si esto fuera poco, el modelo de Hawking añade sus propios elementos formales contingentes, como el que se sigue de seleccionar, para el cálculo de la función de onda del universo, sólo una cierta clase de geometrías tetradimensionales complejas, en lugar de tenerlas en cuenta todas, que sería la decisión a priori más natural, si tenemos en cuenta el procedimiento matemático que está tratando de emplear ahí (el método de Feynman de la suma de historias).
Nos queda, pues, la alternativa de considerar el universo de Hawking como un objeto físico ordinario. ¿Es esto verosímil?
A mi modo de ver, resulta fácil comprobar que el cosmos de Hawking posee las características esenciales de los objetos físicos más comunes, ya que se trata de una entidad dotada de independencia, (por ser un sistema cerrado), unidad dinámica, y determinación. La determinación del universo se manifiesta en su función de ondas ―una construcción matemática a partir de la que se puede calcular la probabilidad de que el universo posea una cierta geometría y una cierta configuración material en un instante dado de un tiempo interno―, y también en su condición de contorno, (la condición de «no frontera»), que es realmente una de entre las muchas condiciones de contorno posibles, sin que haya ninguna posibilidad de justificarla desde el universo mismo. La función de ondas y la condición de contorno de Hawking determinan la dinámica del universo del mismo modo que la ecuación de Schrödinger, junto con las correspondientes condiciones iniciales, determina la dinámica de las partículas cuánticas, por lo que el universo de Hawking es, desde el punto de vista de la descripción física, un objeto similar a los átomos, los electrones, los protones, etc. Y, puesto que no se da objeto sin causa, el escenario cosmológico de Hawking nos está invitando a considerar un fundamento exterior para el todo material. Un planteamiento coherente con la concepción teológica del universo como creación.
Pero es que hay más todavía: Resulta que la cosmología de Hawking elimina la singularidad inicial del modelo cosmológico estándar. Y con ello despeja la duda de si esa singularidad no estaría introduciendo un elemento de indeterminación formal en nuestra pintura del cosmos. Por lo que, en este sentido, se puede afirmar que la cosmología de Hawking responde al modelo teísta de universo incluso mejor que la cosmología estándar.
5. Conclusión
Recapitulemos, pues. Las reflexiones anteriores han puesto de manifiesto −aun sin entrar en detalles− la adecuación del universo de Hawking al planteamiento teísta del universo como objeto contingente. Y si realizáramos ahora un estudio similar del tipo de racionalidad en la naturaleza que implica esta cosmología −una tarea que he realizado en el ensayo Lo divino y lo humano en el universo de Stephen Hawking−, llegaríamos de nuevo a la misma conclusión: el universo de Hawking posee los rasgos que cabría esperar que poseyera si fuera el objeto de la creación divina. Y los posee incluso con más claridad que el actual modelo cosmológico estándar, precisamente por el hecho de eliminar la singularidad inicial de éste (que puede ser interpretada en clave de indeterminación e irracionalidad, si bien ―todo hay que decirlo― forzando bastante la interpretación).
Ante un resultado así, cabría esperar que Hawking hablara de una cierta concordancia entre su idea del cosmos y el planteamiento de la teología natural. Ahora bien, lo que nos encontramos es que «Historia del tiempo» contiene pasajes que incitan a pensar que su universo pone en entredicho la idea del cosmos como creación. Además del prólogo de Carl Sagan, que también va por ahí. Y además de las declaraciones públicas de Hawking, como las que acaba de regalarnos con ocasión de su visita a Santiago de Compostela: «La ciencia ―nos dice Hawking― no deja mucho espacio a Dios».

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