Antonio Orozco Delclós
Arvo Net, 24.09.2010
Nuestra Señora de la Merced y los cautivos
En los últimos siglos de la Edad Media el Mediterráneo estaba infestado de corsarios. Atacaban a los barcos en las costas y hacían cautivos a muchos. Era una tragedia que sufrían muchas familias. La noche del 1 de agosto de 1218, la Virgen María inspiró a san Pedro Nolasco la fundación de la Orden Religiosa de la Merced para redención de cautivos. Jaime I, rey de Aragón y Cataluña tuvieron por separado la misma visión de la Santísima Virgen que les pedía la fundación de una orden religiosa dedicada a rescatar pacíficamente a los numerosos cautivos. Los mercedarios se comprometían con el voto de quedarse ellos mismos como rehenes, si fuera necesario, para liberar a otros más débiles en la fe. La Orden de la Merced, aprobada en 1235 por el Papa Gregorio IX, logró liberar a miles de cristianos prisioneros, convirtiéndose posteriormente en una orden dedicada a las misiones, la enseñanza y las labores en el campo social. La Virgen María sería invocada desde entonces con la advocación de la Merced, o en plural: Santa María de las Mercedes, indicando así la sobreabundancia de sus gracias. Ella concedería a sus hijos la merced de la liberación. Alfonso X el Sabio decía que sacar a los hombres de captivo es cosa que place mucho a Dios, porque es obra de la Merced. (cfr. http://magnificat.ca/cal/esp/09-24.htm)
María y la libertad de amar
Detengámonos en la relación que guarda Santa María con los cautivos y, por tanto, con la liberación y la libertad profunda de sus hijos. Mucho le interesa, porque sin libertad no podemos amar. La libertad es el gran don de Dios para el amor. Para amar es preciso conocer. No se puede amar lo que no se conoce. No se puede amar bien lo que no se conoce bien y es tan fácil conocer mal las cosas y las personas; lo cual es tanto como no conocerlas…
Conocemos mal a Dios y al prójimo. Por eso amamos mal al prójimo y a Dios. Somos esclavos de la oscuridad. Nos ofuscan el egocentrismo, la envidia, la ira, el orgullo vano... En el capítulo VIII del evangelio de Marcos, a Jesús le presentan un ciego. Lo toma de la mano y lo lleva fuera de la aldea. Pone saliva en sus ojos y le pregunta: «¿Ves algo?». El ciego responde: «veo hombres como árboles que andan». Qué cosa más rara. Un milagro a medias. ¿Ha fallado la omnipotencia de Dios o la fe del ciego? Lo primero es imposible, lo segundo no. El ciego es hombre sencillo y habla con sinceridad. Dice lo que ve. Ve cosas, pero las ve como no son. Necesita más ayuda. Tiene ya luz, pero poca. Por fortuna se encuentra ante la Luz misma («Yo soy la Luz del mundo») instándole a crecer en la fe. Jesús reitera la operación y el que era ciego ve todas las cosas con nitidez asombrosa, como son. Ha sido liberado de la oscuridad, ha abierto los ojos a la luz.
María, transparencia de Cristo
María es la transparencia misma de la Luz, la posee en singular manera. Desde que la Luz se hizo carne en su seno, un hombre -¡embrión!-, es Dios: Caro Christi caro Mariae, la carne de Cristo es carne de María, se dice con intención de largo alcance. María es La Mujer implicada en cierto modo en el orden que los teólogos llaman hipostático, esto es, el orden de la unión de la naturaleza humana con la naturaleza divina en el Logos (Verbo, Segunda Persona de la Trinidad).
María no es Dios, pero Cristo-Dios, el Redentor, la unió de tal modo a Sí que forman una relación y una unidad más profunda que la natural de madre-hijo. La expresión adecuada, si pudiéramos desarrollar una explicación, sería una caro, una unidad, una comunión de dos personas que lo comparten todo de un modo virginal-esponsal, en un sentido eminente. Se enriquece así la relación materno-filial. María forma parte de la vida de Cristo y propiamente co-rredime con Cristo en sentido propio. Cristo es suyo. Cristo se le ha donado plenamente y Ella posee toda la Gracia de Cristo. Por eso la puede dispensar, distribuir, administrar. Por lo mismo y con toda razón podemos invocarla como Nuestra Señora de las Mercedes.
Nadie debe temer que nos oculte a Cristo. María es pura transparencia. Diamante nítido, tallado para reflejar, transmitir, con más claridad a nuestros débiles ojos humanos la infinita misericordia de Dios, la incansable paciencia, el amor sin límite de su Hijo, del Padre y del Espíritu Santo. Acercarse a Nuestra Señora de las Mercedes es acercarse a la luz liberadora de la oscuridad, a la ruptura de las cadenas que nos impiden ejercer la libertad profunda en el buen amor. «Un corazón que ama desordenadamente las cosas de la tierra –escribe san Josemaría- está como sujeto por una cadena, o por un "hilillo sutil", que le impide volar a Dios» (Forja 486). Es un cautivo.
Las cosas como son
¿Qué tiene todo esto que ver con el ciego de Marcos 8? Mucho. Sin el buen amor mencionado, los hombres - mujeres y hombres - suelen parecer como árboles andantes, o acaso como rinocerontes de Ionesco, u otros monstruos que atacan y deben ser abatidos sin piedad. Son vidas útiles o inútiles, de usar y tirar, para "pasarlo bien". Así no hay manera de construir el reino de la libertad, si acaso lo que podríamos llamar "el reino de los bultos". En un autobús lleno, la gente se nos antoja ser bultos que nos oprimen a través de los cuales hay que abrirse paso. Su libertad acaba donde comienza la mía. Andar así por la vida sería monstruoso. Lo cierto es que ¡la libertad mía comienza y se enriquece en el encuentro con las demás libertades! Porque yo propiamente no existo, co-existo; no "vivo", "con-vivo". Si no comparto mi libertad soy esclavo.
Dios – ha dicho Benedicto XVI - se venga de los violentos entregándose por ellos en la cruz. Esa es la "venganza" de Dios, que nos conduce al reino de la libertad, de la justicia, de la paz, del amor al prójimo "como a uno mismo"; más, como Cristo le ama, como le ama la Madre de Dios, medianera y administradora de todas las mercedes que nos llegan de Dios.
El ejemplo del beato John Henry Newman
La merced que hoy resulta pertinente rogar a la Señora es la de liberarnos de la oscuridad que nos impide ver la verdad de las cosas. Comenzando por la verdad de la propia conciencia, la verdad del sentido de nuestra existencia, la verdad del que dijo Yo soy la Verdad, la verdad de la Iglesia, la verdad del Romano Pontífice. Qué ejemplo el de el gran John Henry Newman recientemente beatificado por el papa Benedicto XVI. Su conversión al catolicismo, igual en esto que san Pablo, no fue de la increencia a la fe, sino de una conciencia fiel a Dios y a sí misma pero equivocada, a una conciencia que, por fidelidad a sí misma, con la gracia de Dios, fue capaz de recibir la luz de la verdad plena en la Iglesia Católica Romana. Él «solo a solas con Dios», «de corazón a corazón», libró una larga e intensa batalla interior. Su Apología pro Vita Sua, es un testimonio extraordinario de cómo, de buena fe, siendo anglicano, entregado a la misión que consideraba conforme a lo que Dios le pedía, veía a la Iglesia católica como no era. Veía al Papa como no era; veía a los sacerdotes y fieles católicos, como no eran. Se hallaba condicionado por una serie de tópicos y clichés que, por cierto, siguen funcionando e impiden ver a muchos el verdadero rostro de la Iglesia. He leído hace pocos días que en un país vecino, un 20 o 25 % de jóvenes están convencidos de que Jesucristo fue un hombre casado. Así andamos de cultura histórica. Si esto es lo que los medios en general transmiten de Jesucristo, ¿qué será lo que comunican de las enseñanzas de la Iglesia católica?
No es el momento ahora de contar cómo Newman llegó a ver las cosas como son. Las divinas, como divinas; las humanas, como humanas; lo cierto, como cierto; lo dudoso, como dudoso; lo falso, como falso. Tuvo que superar dificultades sin cuento, externas e internas, de amigos y de enemigos. Siempre fiel a su conciencia. Él mismo cuenta cómo al abrazar la Iglesia católica, la luz disipaba toda oscuridad. El suelo que pisaba se tornó firme: «creía sentir una roca bajo [sus] pies; era la solidez de la Cátedra de Pedro». Se sentía tan feliz en su Presente que no albergaba preocupación alguna ni por su Pasado ni por su Futuro (cfr. J.H. Newman, Perder y ganar) . Si antes, según la doctrina anglicana, había sido crítico respecto a los privilegios que la Iglesia católica reconoce a la Madre de Cristo, ahora los consideraba lo más lógico del mundo, es decir, de un coherencia perfecta con todo el conjunto de verdades enseñadas por el Magisterio infalible. Argumenta, además, muy certeramente, que a los católicos "nadie nos obliga", a creer en el dogma de la Inmaculada Concepción de María. «La cosa es mucho más simple, dice: no es que los católicos tengamos que creer eso porque se haya definido, sino al revés, se ha definido porque los católicos lo creíamos». (La definición dogmática era reciente). Es la fe de la Iglesia, el sentido de la fe de los fieles católicos.
Para Newman, hombre como es sabido, de gran agudeza intelectual y vasta cultura, no hay conflicto entre razón y fe. Y aunque la fe supone como un salto a un nivel que le supera, la razón lo da con gusto porque así encuentra respuestas a preguntas que ella misma se formula sin poder por sí sola satisfacer.
La sensibilidad del cardenal Newman acerca de la fidelidad a la propia conciencia como espacio donde se escucha la voz de Dios, se manifiesta también cuando habla de la Virgen María, bendecida por su Hijo Jesús, por dos razones: «una, por ser la criatura más santa, pura, humilde..., como aseguran los Santos Padres al intepretar Lc 11,27. 'mirad, Él dice que es más santo guardar sus mandamientos que ser su Madre'. Y ¿creéis que la Santísima Madre de Dios no guardó los mandamientos de Dios? Nadie, desde luego – ni siquiera los protestantes – negará que los cumplió. Pues bien, siendo así, lo que dice Nuestro Señor es que la Santísima Virgen era más santa porque guardaba los mandamientos que porque fuera su Madre. ¿Qué católico niega esto? Al contrario, todos nosotros los confesamos. Todos los católicos lo confiesan. Los Santos Padres de la Iglesia nos dicen una y otra vez que Nuestra Señora era más bendita por cuanto hacía la voluntad de Dios que por ser su Madre. Era bendita de dos maneras. Era bendita siendo su Madre; era bendita estando llena del espíritu de fe y de obediencia. Y esta última bendición era la mayor. Estoy diciendo lo que dicen tan expresivamente los Santos Padres.» (1)
Abunda en citas y a continuación, Newman explica que «cuando el Ángel le anunció que estaba destinada a gozar de la bendición que las mujeres judías, época tras época, habían anhelado, de ser la Madre del Cristo esperado, Ella no se precipitó, como habría hecho otra, sino que esperó. Esperó hasta que se le dijo que ello sería compatible con su estado de virginidad. No quiso aceptar el más asombroso honor; no quiso hasta que se le satisfizo este punto. '¿Cómo podrá ocurrir esto, si yo no conozco varón?'». Quizá, al decir así, Newman esté pensando en el tiempo en que su conciencia parecía exigirle, de una parte, fidelidad a la iglesia anglicana; y por otra, le mostraba la luz que solo en la Iglesia católica se halla. Newman interpreta las palabras de la Virgen - "¿cómo se hará esto, pues yo soy virgen?"- como apelando a un «voto de virginidad». «Y consideraba, añade nuestro autor- este santo estado como algo más elevado que ser Madre de Cristo». Yo más bien diría que María tenía en su conciencia la certeza de que Dios le había pedido virginidad y, por otra, se le revelaba la elección como Madre del Hijo del Altísimo. De ahí, la perplejidad y la pregunta "¿cómo se hará esto?". (2)
Pero ahora me interesa subrayar que Newman, parece descubrir como por connaturalidad la irrupción de la certeza liberadora del no saber "cómo" y la libertad gloriosa del sí de María. Pues «Dios esperó su consentimiento antes de venir y encarnar en Ella. Así como Él no realizó actos de poder en cierto lugar porque no tenían fe, así este gran milagro, por el cual se hizo hijo de una criatura, se mantuvo en suspenso hasta que Ella fue probada y hallada en disposición para él, hasta que Ella obedeció.» Obviamente este «mantener en suspenso» el momento de algo tan decisivo para la suerte temporal y eterna de la humanidad como es la Encarnación del Hijo de Dios, indica que el acto de obediencia de la esclava del Señor es libre, con la libertad genuina y purísima de una conciencia cierta, luminosa y feliz.
Aprender de "los extranjeros"
Conociendo y respetando la dificultad que tenían los ingleses de la época, de asimilar la devoción a la Virgen que reinaba entre "los extranjeros", les dice en el sermón que citamos: «Yo no deseo que vuestras palabras vayan más allá de vuestros sentimientos. No deseo que cojáis libros conteniendo las alabanzas de la siempre Virgen Bendita y los uséis e imitéis irreflexivamente, sin consideración. Pero estad seguros de que si no sois capaces de participar del calor de los libros extranjeros de devoción, será un defecto por vuestra parte. Usar palabras brillantes no lo arreglará; es un defecto interno que sólo se puede superar poco a poco, pero es un defecto debido a esta razón y por ninguna otra. Contad con él. El camino para penetrar en los sufrimientos del Hijo es penetrar en los sufrimientos de la Madre. Poneos al pie de la cruz, ved a María allí, de pie, mirando hacia arriba y atravesada por la espada. Imaginad sus sentimientos y hacedlos vuestros. Que sea Ella vuestro gran ejemplo. Sentid lo que Ella sintió y lloraréis dignamente la muerte y pasión de vuestro Salvador y suyo. Tened su fe sencilla y creeréis bien. Pedid ser llenados con la gracia que se le concedió a Ella. ¡Ay! Vosotros deberéis tener muchos sentimientos que Ella no conoció; sentimiento del pecado personal, de dolor personal, de contrición, incluso de odio, pero éstos conducirán al pecador naturalmente a la fe, a la humildad, a la sencillez, que fueron los grandes adornos de Ella. Llorad con Ella, creed con Ella y al final experimentaréis sus bienaventuranzas, de la que habla el texto. Nadie puede tener su especial prerrogativa y ser la Madre del Altísimo pero tendréis participación en esa otra bienaventuranza suya que es la mayor: la bienaventuranza de hacer la voluntad de Dios y de guardar sus mandamientos.»
Nuestra Señora de la Merced es una advocación mariana que sería deseable promocionar. Una de las obras más conocidas de Lutero se titula: La libertad esclava. No podemos admitirlo en el mismo sentido del reformador. La corrupción de la naturaleza humana no llega a tanto y aunque la libertad del hombre caído es débil, también es real y capaz de potenciarse con la gracia de Dios y el ejercicio de las virtudes. Es verdad que nacemos bajo la sombra oscura de errores antiguos y nuevos que dificultan el conocimiento de la verdad. Es cierto que nuestra voluntad sola no basta para hacer todo el bien que queremos y podríamos, como bien tenía experimentado san Pablo. Lo que no es verdad es que estemos condenados a entrar en contradicción con la razón o la fe, a renunciar a la santidad de vida.
Dios ha venido a nuestro encuentro. Se ha hecho hombre. Ha introducido una savia nueva en el árbol frondoso de la humanidad. Ha instituido sacramentos que realmente justifican al pecador. El recién bautizado es santo y por tanto responsable de la santidad, vida divina, injertada en su vida humana. La llamada a la santidad es tan universal como la llamada a la existencia de las criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios. Aun así muchos son cautivos de la ignorancia y andan encadenados a medios que oscurecen la conciencia y debilitan extraordinariamente la libertad. Que «la verdad os hará libres», aunque parezca increíble, no muchos lo entienden. Sin embargo, ¿cómo puede pensarse que liberan la ignorancia o el error? Creer en la libertad como señorío y dominio sobre los propios actos, con la consiguiente responsabilidad, es cosa de pocos cuando habría de ser cosa de todos. El hábito de ponerse la mano en el corazón y obrar en conciencia resolvería muchos de los problemas que tiene planteados este mundo. La conciencia, es uno de los grandes temas de John Henry Newman. La fidelidad al rumor de Dios en su corazón lo hizo sabio y santo. Ponderó las cosas en su corazón, a imagen de María Santísima. Dice un simpático personajito de Alvaro Pombo: «lo malo de pensar es que de lo que no sales es de dudas». Newman salió de dudas, en Roma, con la fe y la razón. Merced de la Madre de Dios.
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(1) John Henry Cardenal Newman. Sermones católicos, Neblí, Clásicos de Espiritualidad. Ed. Rialp, 1959, pp. 159 - 175
(2) Cfr. Antonio Orozco, Madre de Dios y Madre Nuestra. Iniciación a la Mariología, Ed. Rialp, 9ª ed. Madrid 2009, pp. 66-91; Aprender de María, ed. Rialp, Madrid 2010, p. 93 ss.
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