Nuestra salvación, la plenitud de nuestra vida, la alegría y la paz desatascan de un solo manantial: la Cruz de Jesús Cristo. No se trata de decir muchas palabras. Es una simple cuestión de amor. Ante todo de su amor. Si hoy, contemplando la Cruz, no nos sentimos queridos, si no empiezan a bajar riachuelos de lágrimas por una profunda compunción, significa que no hemos comprendido y experimentado todavía el amor de Dios. Y la Cruz no es que una señal entre muchas, que nos deja poco más que indiferentes. Probamos hoy a pararnos delante un crucifijo. En silencio, fijarse en aquella Madera, y esperar que nos hables. Dejar que el amor infinito que el Señor levantado golpee nuestro corazón, nos enseñes sin descuentos nuestra realidad, la pobreza y la debilidad, los pecados y la muerte que llevamos dentro. Dejemos acompañarnos sobre las sendas de la verdad, humildemente, sin defensas.
Y allí, al fondo de la verdad sobre nosotros mismos conoceremos el amor de Dios. Es en la verdad que habla Cristo Crucifijado. Aquella Cruz es nuestro espejo. Pero, y antes, también es la imagen más fiel y perfecta de Dios. Es esta la noticia capaz de quitarnos el respiro, de partirnos el corazón. Como un diamante engastado en la roca su amor aparece luminoso y puro entre nuestras debilidades, al fondo de nuestros pecados. Los clavos infligidos en la carne del Señor son nuestros pecados concretos, pero aquella sangre bendita que ha manado de El los transforma en signos resplandecientes de su misericordia. Así la corona de espinas, así las azotes, los flagelos, los latigazos, así aquella Madera asesina. Todo lleva imprimido el nombre de nuestros pecados, pero, en el loco amor de Dios, todo también lleva inciso su Nombre, que es misericordia, ternura, paciencia, dulzura, rescate, gratuitad, Vida, paz, felicidad.
Donde haya abundado el pecado ha rebosado la Grazia. Donde concupiscencias y mentiras, robos y homicidios, envidias y maledicencias hayan surcado y herido a muerte la carne bendita del Señor, como un río de misericordia su sangre ha mojado y borrado todo. Ésta es la exaltación de la Santa Cruz, el perdón y la misericordia. El Señor crucifijado y levantado hoy delante a cada uno de nosotros, torturado por nuestros pecados, es ofrecido a nuestra mirada, a los ojos de nuestro corazón como la señal del puro amor de Dios. Mirarlo, fijarse en El y creer que no hay pecado que pueda vencer su amor. Aceptarnos y reconocernos pecadores significa acoger su amor y dejar que su sangre corra a purificar nuestro corazón, nuestra mente, nuestros miembros, como ha purificado y exaltado en la Gloria aquella Madera que de maldición ha sido transformada en bendición.
Así cada cruz que en el camino de cada día nos clava y nos hace pequeños es exaltada en el mismo amor y en la misma misericordia. La experiencia del perdón, la contemplación de la Cruz de Gloria es la misma contemplación de nuestra Cruz. Y es posible hoy, y cada día, hacer la experiencia de San Francesco, sentirnos abrazado por el amor infinito de Cristo, diamante engastado en todo acontecimiento, en cada dolor, en cada fracaso.
Contemplamos hoy la Cruz del Señor y contemplamos nuestra Cruz, sin miedo, con humildad y en la verdad, para descubrir gloriosa la Madera que ha levantado Cristo como aquélla que, cada día, le levanta en la Gloria nuestra existencia. Porque su Cruz es nuestra Cruz, su exaltación es nuestra exaltación.