He leído este verano un artículo en el que se hacía referencia a otro que suponían las enésimas declaraciones de Peces-Barba “adorando”
Bromas aparte, la trayectoria de Peces-Barba -como cara pública de otros muchos similares- es un buen exponente de lo que pienso que se puede denominar con propiedad el “irracionalismo postmoderno”. Ya decía Chesterton que “todo error es una verdad enloquecida”. Pues bien: este irracionalismo postmoderno ha generado que ciertos ambientes académicos, muchos ambientes políticos e innumerables medios de comunicación como correa de transmisión de ambos, trivialicen al máximo el tema de la verdad, que es tanto como decir de la religión, y más propiamente, del cristianismo. Y como los niños de
Como refutación a los falsos silogismos de Peces he recordado un antiguo libro de Luigi Giussani: “El sentido de Dios y el hombre moderno” .
La primera parte del libro recoge ideas que Giussani exponía en sus clases de profesor de Religión en un instituto de secundaria en Milán en los años 60. Las más sugerentes son las lecciones tituladas “el signo”, “el Dios escondido” y “el ídolo”. La segunda parte recoge sus reflexiones más originales sobre la situación cultural y social, los aspectos que frenan el desarrollo de una conciencia religiosa auténtica, haciendo finalmente una lúcida autocrítica del comportamiento del cristianismo en esa situación, señalando los factores que lo han debilitado como fuerza cultural relevante. Estos capítulos fueron escritos en los años 80, pero conservan una sorprendente actualidad.
Afirma Giussani que Dios “insinúa” el sentido de la realidad que es el mundo. El sentido de las cosas sería imposible de alcanzar al margen de la existencia de Dios. No se puede ignorar a lo largo de
Aunque le pese a Peces y resto de laicistas, la adhesión a lo divino nace desde tiempo inmemorial de una intuición del mundo como signo de un más allá, de una Trascendencia. Y esto vale tanto para los grandes genios intelectuales como para el más humilde salvaje de una tribu primitiva.
Giussani, al hablar de que el mundo,
Todo esto explica que para unos la existencia pueda estar llena de indicios divinos, y en cambio para otros el asunto sea sofocado sin mayor consideración. En realidad, no es un problema de inteligencia, sino que tiene que ver con la voluntad. Como afirma Giussani, se trata de un extraño “miedo de afirmar el Ser”. Porque ese hiato entre la propia situación personal y la que reclama la razón en sus interrogantes últimos sólo puede salvarse poniendo en práctica esa capacidad enérgica de adhesión al Ser que es la libertad. La razón es conciencia de la existencia hasta llegar a su último por qué, exigencia de explicación total. Pero razonar para desentrañar el signo divino del mundo comporta un riesgo, y sin duda resulta menos arriesgado sofocar esas voces, esos signos, que dar el salto a la afirmación total, porque ello conllevaría consecuencias para la propia vida. Y es que para ser coherente con su naturaleza, la razón está forzada a admitir la existencia de algo incomprensible; a admitir que en la exigencia de explicación exhaustiva del mundo intuye que la respuesta a los por qués últimos es un quid existente más allá de la propia experiencia, más allá de la posibilidad de comprensión. Surge así el concepto de “Misterio”. Como decía Tácito, es “aquel secreto que ven solamente por la reverencia”.
En la segunda parte del libro, tomando como base los coros de
“Sobre la estela de esta forma de racionalidad Europa ha desarrollado una cultura que, en una forma desconocida hasta ahora por
Giussani afirma que hoy hay un deliberado intento de sofocar el sentido religioso, de no hacerlo actuar como un factor existencialmente vivo, operante en la dinámica educativa y en la dinámica de las relaciones sociales, para congelarlo como un factor obsoleto. Ello determina una abrupta separación entre lo sagrado y lo profano. En definitiva, Dios, si existe, no importa. Y así, esta separación se convierte lentamente en lugar común de los doctos, se hace cultura dominante. Y mediante la educación estatal, su contenido penetra el corazón y la mente de todo el pueblo, convirtiéndose en mentalidad social. Y cuanto más se extiende esa mentalidad, Dios no sólo se aleja más, sino que empieza a no ser tolerado si pretende intervenir en esos destinos de los que el hombre se cree dueño. Y Giussani, de nuevo, hace otra afirmación fundamental y profética: “El término que indica con propiedad esta concepción, una vez convertida en mentalidad social a través de una influencia cultural que se ha convertido en dominante mediante el poder político y la educación pública, es el de laicismo”. Por eso, “el verdadero enemigo de una auténtica religiosidad no es tanto el ateísmo cuanto este laicismo, como profesión pública de que el hombre se pertenece y se basta a sí mismo”.
Para explicar el origen de esta situación, recurre a una interesante imagen de la razón ilustrada como de una habitación; podrá ser todo lo grande que se desee, pero no deja de ser un espacio cerrado. La razón entendida como medida de lo real es de hecho una prisión; declara que más allá de los muros de la habitación no hay nada. El hombre-medida-de-todas-las-cosas es un ser que se autoencierra dentro de un limitado horizonte, haciendo imposible cualquier novedad en su vida. Lo que mi metro no puede medir, no existe. Cuando la razón se queda en “habitación”, destruye su fuerza y mortifica la aventura de la vida, que debería ser siempre descubrimiento y creatividad. En cambio, para la fe cristiana la razón no es “habitación”, sino “ventana”, es decir, espacio de ruptura del muro, posibilidad de otear una realidad en la cual dicha mirada nunca termina de entrar del todo. La imagen de Giussani me ha sugerido así esta definición de laicismo: “una habitación sin vistas”.
El autor realiza una vigorosa invitación a abrir las ventanas de la habitación, anticipando la idea central del discurso de Benedicto XVI en Ratisbona y su apremiante llamada a los que se creen depositarios de los logros de
En ese sentido, es también muy pertinente la descripción que hace Giussani de los efectos que esa razón mutilada o voluntariamente encerrada en su habitación sin vistas ha producido en el hombre actual. En primer lugar, esa “limitación impuesta por la razón misma a lo que es empíricamente verificable” curiosamente ha desarrollado un “síndrome del optimismo” que se afirma con certeza dogmática. En segundo lugar, se puede hablar de una “antropología de la disolución”, con una desesperación ética que es palpable en la sociedad; una destrucción de la utilidad del tiempo; y, finalmente, una profunda soledad. Y algo peor: el único dique realista que la humanidad de hoy sabe poner a su propia disolución es el Estado; el Estado como fuente de todo.
Citando a Althusser, termina diciendo que, en última instancia, admitir o no a Dios, con las consecuencias que ambas decisiones conllevan, es una opción personal. Pone el símil de un sitio en penumbra: si volvemos la espalda a la luz, la penumbra es el comienzo de la oscuridad, de la nada; si se da la espalda a la oscuridad, la penumbra es el comienzo de la luz. Se trata de ver qué posición se decide asumir. En todo caso, sólo una de las dos es realista.
Al hilo del artículo de Peces-Barba he recordado algunos comentarios que en la prensa italiana se produjeron cuando unos émulos de las ideas del ex -Rector impidieron al Papa pronunciar el discurso en La Sapienza. En particular, el del columnista Ernesto Galli della Logia, que escribió un durísimo alegato titulado “Laicismo obligatorio”:
Existe la idea de que en una democracia que quiera de veras serlo, la religión debe ser excluida de cualquier espacio público; que existen orientaciones culturales e ideales –de entre los cuales los religiosos ocupan un puesto importante– que son radicalmente incompatibles con la sociedad democrática y con su ethos público; y que por tanto en
Aunque no cabe duda de que “tras la caída del Muro,
El malestar del hombre encerrado desde hace casi cuatro siglos en la habitación sin vistas está empezando a palparse por doquier, e intelectuales venidos de diversas corrientes del agnosticismo –con el caso emblemático deMarcelo Pera, por ejemplo- empiezan a abrir la ventana, a mirar afuera con ojos y mente sin prejuicios, y ¡oh casualidad!, a acercarse con respeto y admiración, cuando no directamente a abrazar al Dios de Jesucristo.
Por eso, las palabras de Peces-Barba no mueven ya sino a compasión por el personaje, que está quedándose, como tantos otros intelectuales, como un resto arqueológico, o mejor aún, cual estatuas de sal.
Había terminado esta reseña cuando ha saltado la polémica por el libro de Hawking que enlaza perfectamente con lo aquí tratado. Pendientes de leerlo en su momento, hay ya muchas y variadas reacciones, pero creo que, por lo que han avanzado los medios, podríamos decir que el agotamiento filosófico de