DISCERNERE

Uno sguardo profetico sugli eventi

CONCIENCIA Y VERDAD. Cardenal Joseph Ratzinger

En un artículo titulado Si quieres la paz, respeta la conciencia de cada hombre,Conciencia y verdad [en Verdad, valores, poder, Rialp, 4ª ed. 2005, cap. II] el entonces cardenal Joseph Ratzinger, hoy papa Benedicto XVI, cuenta que al comienzo de su actividad académica se le presentó con toda urgencia la cuestión del principio de la primacía de la conciencia en relación con la verdad. Es incuestionable que siempre es preciso seguir el dictamen de la propia dictamen de la propia conciencia, pero ¿qué decir cuando la conciencia es claramente errónea? Se plantea una cuestión moral de primer orden, con implicaciones antropológicas de gran calado. El cardenal expone el problema rememorando sus primeros tiempos de profesor:

«Un colega de más edad, al que la necesidad de Cristo en nuestra época le traspasaba el alma, expresó durante una disputa la opinión de que debíamos dar gracias a Dios por conceder a muchos hombres la posibilidad de hacerse no creyentes siguiendo su conciencia. Si les abriéramos los ojos y se hicieran creyentes, no serían capaces de soportar en este mundo nuestro la carga de la fe y sus obligaciones mora les. Pero como todos siguieron un camino distinto de buena fe, podrán alcanzar la salvación. Lo que más me chocaba de esta afirmación no era la idea de una conciencia equivocada concedida por el mismo Dios para poder salvar a los hombres me diante esa argucia, es decir, la idea de una ofuscación enviada por Dios para la salvación de algunos hombres. Lo que me perturbaba era la idea de que la fe fuera una carga insoportable que sólo las na turalezas fuertes pudieran aguantar, casi un cas tigo, o en todo caso una exigencia difícil de cumplir. La fe no facilitaría la salvación, sino que la dificultaría. Libre debería ser aquél al que no se le cargara con la necesidad de creer y de doblegarse al yugo de la moral de la fe de la Iglesia Católica. La conciencia errónea, que permite una vida más ligera y muestra un camino más humano, sería la verdadera gracia, el camino normal de la salvación. La falsedad y el alejamiento de la verdad serían mejores para el hombre que la verdad. La verdad no lo liberaría, sino que sería él el que debería ser liberado de ella. La morada del hombre sería más la oscuridad que la luz, y la fe no sería un don benéfico del buen Dios, sino una fatalidad. ¿Cómo podría, de ser así las cosas, surgir la alegría de la fe? ¿Cómo el coraje para transmitirla a los demás? ¿No sería mejor dejarlos en paz y mantenerlos alejados de ella? Ideas así han paralizado en los últimos años, con fuerza mayor cada vez, el ahínco evangelizador. Quien ve en la fe una pesada carga o una exigencia moral excesiva no puede invitar a los demás a abrazarla. Prefiere dejarlos en la supuesta libertad de su buena conciencia.

Quien así hablaba era un honrado creyente y, me atrevería a decir, un católico riguroso que cumplía sus deberes con convicción y exactitud. Pero al hacerlo, expresaba una experiencia de la fe que sólo puede inquietar y cuya difusión sería mortal de necesidad para la fe. La aversión casi traumática de muchas personas contra lo que consideran catolicismo «preconciliar» descansa, a mi entender, en el encuentro con una fe soportada como una carga. Aquí surgen, sin duda, preguntas fundamentales. ¿Puede una fe así ser auténticamente encuentro con la verdad? ¿Es tan triste y tan difícil la verdad sobre el hombre y sobre Dios o consiste en vencer esas legalidades? ¿No reside la verdad en la libertad? ¿Pero dónde lleva entonces la libertad? ¿Qué camino nos señala? Al final tendremos que volver a estos problemas de la existencia cristiana en el mundo de hoy. Pero antes debemos regresar al corazón de nuestro tema, al asunto de la conciencia. Del argumento mencionado me estremeció ante todo la caricatura de la fe que yo creía descubrir en él. Pero en una segunda consideración me pareció falso también el concepto de conciencia que presuponía. La conciencia errónea protege al hombre de las exigencias de la verdad y lo salva: así sonaba el argumento. No aparecía en él la conciencia como la ventana que abre al hombre el panorama de la verdad común que nos sustenta y sostiene a todos, haciendo posible que seamos una comunidad de querer y de responsabilidad apoyada en la comunidad de conocimiento. Tampoco es la conciencia en ese argumento la apertura del hombre al fundamento que lo sostiene ni la fuerza para percibir lo supremo y esencial. Aparece, más bien, como la envoltura protectora de la subjetividad bajo la que el hombre se puede cobijar y ocultar de la realidad. En este sentido, el argumento presuponía la idea de conciencia del liberalismo. La conciencia no abre el camino a la venida salvadora de la verdad, que no existe o nos exige demasiado. Se convierte así en justificación de la subjetividad que no quiere verse cuestionada y del conformismo social, que debe posibilitar la convivencia como valor medio entre las diferentes subjetividades. Desaparece el deber de buscar la verdad y las dudas sobre la actitud y las costumbres dominantes. Basta el conocimiento logrado por uno mismo y la adaptación a los demás. El hombre es reducido a su convicción superficial, y cuanta menos profundidad tenga tanto mejor para él.»

¿Qué pensar entonces de la conciencia de los miembros de la SS que realizaron sus fechorías con fanático conocimiento y plena seguridad de conciencia? ¿Qué pensar de Hitler, de Himmler, de Stalin? ¿Carecen de culpa por carecer de sentimientos de culpa? Los diagnósticos y teorías sobre la exculpación por la conciencia errónea no convencen a Ratzinger. Algún error debía haber en tales teorías y la Sagrada Escritura lo confirma. El Salmista pide a Dios que le limpie de los pecados que están ocultos a sus ojos [Sal 19, 13]; el fariseo que ora de pie en el templo, a pesar de sus obras buenas no sale justificado como el publicano [Lc 18, 9-14]. En cambio, los hay que no han recibido las luces de la Ley de Moisés, los "gentiles", y cumplen los preceptos de la Ley [Rom 2, 1-16].

«Toda la teoría de la salvación por ignorancia –asevera Ratzinger- fracasa ante esos versículos: en el hombre existe la presencia inexcusable de la verdad, de la verdad del Creador, que se ofrece también por escrito en la revelación de la Historia Sagrada». Y añade: «El hombre puede ver la verdad de Dios en el fondo de su ser creatural. No verla es culpa. Sólo se deja de ver cuando no se la quiere ver, es decir, cuando no se la quiere ver. Esta negativa de la voluntad que impide el conocimiento es culpa. El que la lámpara de señales no centellee es consecuencia de haber apartado voluntariamente la mirada de lo que no queremos ver».

Ratzinger considera que se ha reducido la conciencia a certeza o seguridad subjetiva, cuando esa especie de seguridad puede no ser más que un mero reflejo del entorno social y de las opiniones difundidas en él, o debida a una falta de suficiente autocrítica, a no escuchar suficientemente la profundidad del alma, la verdadera voz de la conciencia. Se identifica la conciencia con un conocimiento superficial, se reduce el hombre a subjetividad -una subjetividad encerrada en sí misma- y así se esclaviza y somete a las opiniones dominantes. Así resulta que «la reducción de la conciencia a seguridad subjetiva significa la supresión de la verdad». El autor, está tocando el punto neurálgico de la llamada filosofía moderna, con toda su carga de inmanentismo ontológico y gnoseológico, que dificulta enormemente incluso la comunicación entre los distintos sujetos -las personas- y sumerge al hombre en la soledad o lo que que podríamos llamar "panyoismo", todo es yo, solo yo y nada más que yo. Por lo que se refiere a nuestro tema: yo y mi conciencia y nada más. Yo sigo mi conciencia y no necesito que nadie me enseñe nada...

Hay que seguir sin duda la conciencia, aunque sea errónea, insiste Ratzinger, con la mejor tradición cristiana, y en ello no hay culpa, «pero la supresión de la verdad que la precede, y que ahora se venga, es la verdadera culpa, la cual adormece al hombre en una falsa seguridad y lo deja finalmente solo en un desierto inhóspito.»

En este punto el cardenal hace un paréntesis en su razonamiento para referirse a la vida de dos grandes testigos de la voz de la verdad en la conciencia: Newman y Sócrates, sin olvidar el testimonio profundo de los mártires, «testigos de la capacidad otorgada al hombre para percibir el deber por encima del poder y comenzar el progreso verdadero y el efectivo ascenso». Seguidamente, pasa a las «consecuencias sitemáticas» en las que se advierte el bagaje cultural y laoriginal lucidez de quien hoy ocupa la cátedra de Pedro:

Consecuencias sistemáticas: los dos planos de la conciencia

a) Anamnesis.

Después de este recorrido por la historia de las ideas, ha llegado el momento de obtener resultados, es decir, de formular un concepto de conciencia. Quisiera apoyar la tradición medieval cuando dice que el concepto de conciencia contienedos planos que, aunque se deben distinguir conceptualmente, también se tienen que referir constantemente el uno al otro. Muchas tesis inadmisibles sobre la conciencia se deben, a mi entender, a que descuidan la distinción o la relación en cuestión. La principal corriente de la Escolástica expresó los dos planos de la conciencia mediante los conceptos sindéresis y conscientia.

La palabra «sindéresis» (synteresis) procede de la doctrina estoica del microcosmos y es recogida por la tradición medieval de la conciencia. Su significado exacto sigue siendo confuso, y por eso se convirtió en un obstáculo para el desarrollo esmerado de este plano esencial del problema global de la conciencia. Por eso quisiera, sin embarcarme en una disputa sobre la historia de las ideas, sustituir esta palabra problemática por el más claro concepto platónico de anamnesis, que no sólo es lingüísticamente más claro y filosóficamente más puro y más profundo, sino que, además, está en armonía con motivos esenciales del pensamiento bíblico y con la antropología desarrollada a partir de la Biblia.

Con la palabra «anamnesis» expresamos aquí exactamente lo que dice San Pablo en el segundo capítulo de la Epístola a los Romanos: «En verdad, cuando los gentiles, guiados por la razón natural, sin Ley, cumplen los preceptos de la Ley, ellos mismos, sin tenerla, son para sí mismos Ley. Y con esto muestran que los preceptos de la Ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia» (2,14‑15). La misma idea se halla enérgicamente desarrollada en las grandes reglas monásticas de San Basilio. En ellas podemos leer: «El amor a Dios no descansa en una disciplina impuesta sobre nosotros desde fuera, sino que está infundida constitutivamente en nuestra razón como una capacidad y una necesidad». San Basilio habla, con palabras que adquirirán gran importancia en la mística medieval, de la «chispa del amor divino albergado en nosotros». Siguiendo el espíritu de la Teología de San Juan, sabe que el amor consiste en cumplir los mandamientos y, por eso, la chispa del amor, sembrada en nosotros de forma proporcionada a nuestra condición creatural, significa «que hemos recibido de antemano en nuestro interior la capacidad y la disposición para cumplir todos los mandamientos divinos... que no son algo impuesto desde fuera». Lo mismo dice San Agustín reduciéndolo todo a su escueta esencia: « No podríamos decir con seguridad que una cosa es mejor que otra si no hubiera sido grabado en nosotros una comprensión fundamental de lo bueno».

Eso significa que el primer estrato, que podemos llamar ontológico, del fenómeno de la conciencia consiste en que en nosotros se ha insertado algo así como unrecuerdo primordial de lo bueno y de lo verdadero (ambos son idénticos), en que existe una íntima tendencia ontológica del ser creado a imagen de Dios a promover lo conveniente a Dios. Su mismo ser está desde su origen en armonía con unas cosas y en contradicción con otras.

Esta anamnesis del origen, que resulta de la constitución de nuestro ser, que está hecho para Dios, no es un saber articulado conceptualmente, un tesoro de contenidos que se pudiera reclamar, sino un cierto sentido interior, una capacidad de reconocer, de suerte que el hombre interpelado por él y no escindido interiormente reconoce el eco en su interior. Ve que eso es a lo que remite su naturaleza y hacia lo que quiere ir.

En la anamnesis del Creador, que se identifica con el fundamento de nuestra existencia, descansa la posibilidad y el derecho de la actividad misionera. Se debe y se tiene que anunciar el Evangelio a los paganos porque lo están esperando secretamente. La actividad misionera se justifica posteriormente cuando los destinatarios reconocen la palabra del Evangelio al encontrarse con Jesucristo: sí, eso es lo que he estado esperando. En este sentido puede decir Pablo: los gentiles son para sí mismos la Ley, no en el sentido de autonomía del liberalismo moderno y su concepción del sujeto como ser infranqueable, sino en el sentido, mucho más profundo, de que el propio yo es el lugar de la autosuperación más completa en el que somos tocados por Aquél del que venimos y al que vamos. En esas palabras expresa Pablo la experiencia que tuvo como misionero entre los gentiles y que previamente habia vivido Israel en relación con los «temérosos de Dios»: Israel pudo vivir en el mundo pagano lo que los mensajeros de Jesucristo hallaron conformado de manera renovada. Su anunciación respondía a una esperanza. Se referían a un previo saber fundamental sobre las constantes fundamentales de la voluntad de Dios expresada por escrito en los Mandamientos, y que se descubre en todas las culturas y se despliega tanto más limpiamente cuanto menos disfrace el despotismo civilizador al saber originario. Cuanto más viva el hombre del «temor de Dios» ‑compárese la historia de Cornelio (esp. Act. 10,34)‑, tanto más concreta y clara será la eficacia de la anamnesis.

Retomemos de nuevo la fórmula de San Basilio.

El amor de Dios, que se concreta en los Mandamientos, no nos es impuesto desde fuera, sino que es inculcado en nosotros de antemano. El Papa no puede imponer mandamientos a los fieles católicos por capricho o porque lo considere útil. El concepto moderno y voluntarista de autoridad sólo puede desfigurar el sentido teológico del Papado. En la Época Moderna se ha vuelto tan incomprensible la verdadera esencia de la misión de Pedro porque pensamos la autoridad a partir de intuiciones en las que no hay ningún vínculo entre el sujeto y el objeto. Como consecuencia, todo lo que no venga del sujeto no puede ser más que una determinación extraña impuesta desde fuera. La antropología de la conciencia que hemos ido exponiendo poco a poco en estas reflexiones presenta las cosas de otro modo. La anamnesis sumergida en nuestro ser necesita ayuda exterior para percatarse de sí misma. Pero la ayuda exterior no está enfrentada, sino coordinada, con ella: cumple una función mayéutica, no le impone nada extraño, sino que la consuma y consuma su constitutiva apertura a la verdad. Cuando se trata de la fe de la Iglesia, cuyo radio alcanza el Logos redentor y el don de la creación, debemos añadir un nuevo plano, desarrollado de manera especial en los escritos de San Juan. San Juan conoce la anamnesis del nuevo yo con la que hemos sido obsequiados como miembros del cuerpo de Cristo (un cuerpo, es decir, un yo con Él). En el Evangelio se dice repetidamente que es comprendida al recordarla. El encuentro originario con Jesús dio a los discípulos lo que ahora reciben todas las generaciones gracias al encuentro fundamental con el Señor en el Bautismo y la Eucaristía: la nueva anamnesis de la fe, que se desarrolla, como la anamnesis de la creación, en permanente diálogo interior y exterior.

Frente a la arrogancia de los maestros gnósticos, que querían convencer a los creyentes de que su ingenua fe debería ser interpretada y dirigida de otra manera, San Juan puede decir: vosotros no precisáis una enseñanza así, pues «tenéis la unción del Santo y conocéis todas las cosas» (1 Jn 2,20). Esto no significa que el creyente sea omnisciente y conozca todas las cosas. Significa la certeza de la memoria cristiana, que ciertamente enseña siempre, pero por su identidad sacramental distingue internamente entre lo que es desarrollo del recuerdo y lo que es destrucción y falsificación suya. Hoy, en la crisis de la Iglesia, en la que el discernimiento de la sencilla memoria de la fe separa mucho más los espíritus que la instrucción jerárquica, vivimos de forma completamente nueva la fuerza del recuerdo y la verdad de la palabra apostólica. Tan sólo en este contexto se puede entender correctamente el primado del Papa y su conexión con la conciencia cristiana. El verdadero sentido de la autoridad doctrinal del Papa reside en que es abogado de la memoria cristiana. El Papa no impone desde fuera, sino que desarrolla la memoria cristiana y la defiende. Por eso el brindis por la conciencia debe preceder, efectivamente, al brindis por el Papa, pues sin conciencia no habría Papado. Todo el poder del Papado es poder de la conciencia. Es servicio al doble recuerdo sobre el que descansa la fe, y que debe ser conciliado, ensanchado y defendido de nuevo contra la destrucción de la memoria, amenazada tanto por una subjetividad olvidadiza de su fundamento como por la presión del conformismo cultural y social.

b) Conscientia

Después de estas reflexiones sobre el primer plano, esencialmente ontológico, del concepto de conciencia, debemos ocuparnos ahora del segundo estrato, designado en la tradición medieval sencillamente con la palabra conscientia,conciencia. Presumiblemente esta tradición terminológica ha podido contribuir en algo al estrechamiento moderno del concepto de conciencia. Santo Tomás, por ejemplo, sólo denomina conciencia a este segundo plano y, en consecuencia, la conciencia no es para él habitus, es decir, una cualidad estable del ser del hombre, sino actus, o sea, un acontecimiento consumado. Sin embargo, Santo Tomás supone evidentemente el fundamento ontológico de la anamnesis (synderesis) como algo dado. El Aquinate la define como una resistencia interior contra el mal y una íntima inclinación al bien. El acto de conciencia aplica este saber fundamental a las situaciones concretas. Según Santo Tomás, consta de tres momentos: reconocer (recognoscere), dar testimonio (testificari) y juzgar (iudicare). Se podría hablar de un concierto entre la función de control y la de decisión. Siguiendo la tradición aristotélica, Santo Tomás ve este acontecimiento de acuerdo con el modelo de los procedimientos conclusivos. Sin embargo, subraya enérgicamente lo específico de este saber práctico, cuyas conclusiones no derivan del mero saber ni del puro pensar.

Reconocer o no reconocer algo depende siempre de la voluntad, que destruye el conocimiento o conduce a él. Depende, pues, del talante moral dado de antemano, el cual se deforma o purifica progresivamente. En este plano, el plano del juicio (conscientia en sentido estricto), es lícito decir que también la conciencia errónea obliga. En la tradición racional de la Escolástica esta proposición es absolutamente clara. Nadie debe obrar contra su conciencia, como ya había dicho San Pablo (Rom. 14, 23)28. Pero el hecho de que la conciencia alcanzada obligue en el momento de la acción no significa canonizar la subjetividad. Seguir la convicción alcanzada no es culpa nunca. Es necesario, incluso, hacerlo así. Pero sí puede ser culpa adquirir convicciones falsas y acallar la protesta de la anamnesis del ser. La culpa está en otro sitio más profundo: no en el acto presente, ni en el juicio de conciencia actual, sino en el abandono del yo, que me ha embotado para percibir en mi interior la voz de la verdad y sus consejos. De ahí que autores que obraron convencidos, como Hitler o Stalin, sean culpables. Los ejemplos extremos no deberían servir para tranquilizarnos, sino, más bien, para sobresaltarnos y hacernos ver con claridad la seriedad del ruego: límpiame de los deslices que se me ocultan (Ps 19,13).

Epílogo: conciencia y gracia

Al final sigue abierta la pregunta de la que partimos: ¿No es la verdad, al menos como nos la enseña la fe de la Iglesia, muy elevada y muy difícil para el hombre? Ahora, después de las anteriores reflexiones, podemos decir al respecto: ciertamente, el camino de altura hacia la verdad y el bien no es cómodo. Es un camino exigente para el hombre. Pero no es el confortable encerrarse en sí mismo lo que salva. Cuando procede así, el hombre se atrofia y se pierde. En la andadura por las montañas del bien descubre poco a poco la belleza que se oculta en la fatiga por alcanzar la verdad y halla el valor redentor que la verdad tiene para él. Pero con esto no está dicho todo. Disolveríamos el cristianismo en moralismo si no mostráramos esa noticia suya que trasciende nuestro obrar.

La idea se nos puede hacer patente sin demasiadas palabras recurriendo a una imagen tomada del mundo griego, en la que vemos cómo la anmanesis del Creador se dilata hasta el Redentor, que cualquier hombre es capaz de concebir como Redentor, pues responde a nuestras más hondas esperanzas. Pienso en la historia del matricida Orestes. Orestes cometió su crimen como acto de conciencia, que en el lenguaje del mito significa obediencia a la orden de un dios, de Apolo. Pero ahora lo persiguen las Erinnias, que se deben entender como personificaciones míticas de la conciencia, la cual le revela torturadoramente, tras hurgar en lejanos recuerdos, que la resolución de su conciencia, su obediencia al «oráculo», es en realidad culpa. La tragedia entera del hombre se manifiesta en esta disputa de los «dioses», en esta contradicción de la conciencia. En el tribunal sagrado la blanca piedra de Atenas se convierte en la absolución y santificación de Orestes, cuya fuerza transforma a las Erinnias en Euménides, en espíritus de reconciliación: la expiación ha transformado el mundo. Este mito no representa sólo el tránsito de un sistema basado en la venganza al ordenado derecho de la comunidad, sino algo más.

Hans Urs von Balthasar ha expresado este más así: «La gracia apaciguadora es... siempre cofundadora del derecho, no del viejo derecho sin perdón de la época de las Erinnias, sino de un derecho acompañado de gracia». Este mito nos habla del anhelo de que el veredicto de culpabilidad de la conciencia, objetivamente justo, y la destructora miseria interior que derivan de él no sean lo último, del deseo de que haya un poder de la gracia, una fuerza de la penitencia que haga desaparecer la culpa y convierta la verdad en realidad auténticamente liberadora. Es el anhelo de que la verdad no sea sólo exigencia, sino también penitencia y perdón transformadores, mediante los cuales, como dice Esquilo, se «lava la culpa» y se transforma nuestro ser muy por encima de lo que permiten sus posibilidades. Esta es la verdadera novedad del cristianismo: el Logos, la verdad en persona, es también la expiación, el poder transformador que supera nuestras capacidades e incapacidades. En eso reside lo verdaderamente nuevo sobre lo que descansa la gran memoria cristiana, la cual es también la respuesta más profunda a lo que espera la anamnesis del Creador en nosotros.

Cuando no se dice este centro del mensaje cristiano ni se ve su verdad con suficiente claridad, se convierte efectivamente en un yugo muy pesado para nuestros hombrosdel que tendríamos que intentar liberarnos. Pero la libertad alcanzada de ese modo es una libertad vacía. Nos conduce al yermo país de la nada y se descompone por sí sola. El yugo de la verdad se hace «ligero» (Mt 11,30) cuando la verdad viva nos ama y consume nuestras culpas en su amor. Sólo cuando sepamos y experimentemos interiormente todo esto, seremos libres para oír alegremente y sin miedo el mensaje de la conciencia.

Digamos, en fin, que en este texto, el futuro Papa Benedicto XVI, pone de manifiesto, sobre una sólida base intelectual, la misma confianza que el papa Juan Pablo II tuvo en lo que la tradición ha llamado luz natural de la razón, por la que toda criatura humana es capax Dei, capaz de Dios, apta para discernir el bien y el mal, abierta a una realidad -el mundo y Dios- que le trascienden, pero no de una manera hostil, sino armónica. La luz de la fe no se impone a la razón como algo extraño, heterónomo: disipa tinieblas, errores, aviva la memoria del Creador, potencia la luz de la razón y añade luz para ver más y mejor, responde a nuestras más hondas esperanzas, nos abre a la luz del Verbo que se hizo carne, para ser«Luz del mundo» [Jn 8, 12], «luz verdadera que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo» [Jn 1, 9]. Y quien acoge esa luz no puede dejar de ser luz [cf. Mt 5, 14]. Sólo la verdad hace libres, sólo la verdad salva.