DISCERNERE

Uno sguardo profetico sugli eventi

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El Papa: Fijar la mirada en Cristo, espejo en el que aparece nuestra conciencia, y por el cual entra la luz y encontramos criterios y somos limpiados

BENEDICTO XVI: UNA SANTA ACTUAL, MARGARITA D'OINGT


Hoy en la audiencia general


CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 3 de noviembre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa Benedicto XVI pronunció hoy durante la audiencia general celebrada en el Aula Pablo VI del Vaticano, con miles de peregrinos de todo el mundo.

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Queridos hermanos y hermanas

con Margarita d'Oingt, de la que quisiera hablaros hoy, nos introducimos en la espiritualidad cartujana, que se inspira en la síntesis evangélica vivida y propuesta por san Bruno. No conocemos su fecha de nacimiento, aunque alguno la coloca en torno a 1240. Margarita proviene de una poderosa familia de nobleza antigua del Lyonnais, los Oingt. Sabemos que la madre se llamaba también Margarita, que tenía dos hermanos – Guiscardo y Luis – y tres hermanas: Catalina, Isabel e Inés. Esta última la seguirá al monasterio, en la Cartuja, sucediéndole después como priora.

No tenemos noticias sobre su infancia, pero por sus escritos podemos intuir que transcurrió tranquila, en un ambiente familiar afectuoso. De hecho, para expresar el amor sin límites de Dios, ella valora mucho imágenes ligadas a la familia, con particular referencia a las figuras del padre y de la madre. En una meditación suya reza así: “Muy dulce Señor, cuando pienso en las especiales gracias que me has hecho por tu solicitud: ante todo, cómo me custodiaste desde mi infancia y cómo me sustrajiste del peligro y me llamaste a dedicarme a tu santo servicio, y como proveíste en todas las cosas que me eran necesarias para comer, beber, vestir y calzar, (y lo hiciste) de tal forma que no tuve ocasión de pensar en todas estas cosas sino en tu gran misericordia” (Margherita d’Oingt, Scritti spirituali, Meditazione V, 100, Cinisello Balsamo 1997, p. 74).

Siempre en sus meditaciones, intuimos que entró en la Cartuja de Poleteins en respuesta a la llamada del Señor, dejando todo y aceptando la severa regla cartujana, para ser totalmente del Señor, para estar siempre con Él. Ella escribe: “Dulce Señor, yo dejé a mi padre y a mi madre y a mis hermanos y todas las cosas de este mundo por tu amor; pero esto es poquísimo, porque las riquezas de este mundo no son sino espinas que pinchan; y cuantas más se poseen más se es infortunado. Y por esto me parece no haber dejado otra cosa que miseria y pobreza; pero tu sabes, dulce Señor, que si yo poseyera mil mundos y pudiese disponer de ellos a mi placer, lo abandonaría todo por amor tuyo; e incluso si tu me dieses todo lo que posees en el cielo y en la tierra, no me consideraría saciada hasta que no te tuviese a ti, porque tu eres la vida de mi alma, no tengo ni quiero tener padre y madre fuera de ti” (ibid., Meditazione II, 32, p. 59).

También de su vida en la Cartuja tenemos pocos datos. Sabemos que en 1288 se convirtió en su cuarta priora, cargo que mantuvo hasta su muerte, que tuvo lugar el 11 de febrero de 1310. De sus escritos, con todo, no se desprenden giros particulares en su itinerario espiritual. Ella concibe toda la vida como un camino de purificación hasta la configuración plena a Cristo. Él es el libro que se escribe, que incide diariamente en el propio corazón y en la propia vida, en particular su pasión salvadora. En la obra Speculum, Margarita, refiriéndose a sí misma en tercera persona, subraya que por gracia del Señor “había grabado en su corazón la santa vida que Dios Jesucristo llevó en la tierra, sus buenos ejemplos y su buena doctrina. Ella había puesto tan bien al dulce Jesucristo en su corazón que le parecía incluso que éste le estuviese presente y que tuviese un libro cerrado en su mano, para instruirla” (ibid., I, 2-3, p. 81). “En este libro ella encontraba escrita la vida que Jesucristo llevó en la tierra, desde su nacimiento hasta su ascensión al cielo” (ibid., I, 12, p. 83).

Cada día, desde la mañana, Margarita se dedica al estudio de este libro. Y, cuando lo ha mirado bien, comienza a leer el libro en su propia conciencia, que muestra las falsedades y las mentiras de su propia vida (cfr ibid., I, 6-7, p. 82); escribe de sí misma para ayudar a los demás y para fijar más profundamente en su propio corazón la gracia de la presencia de Dios, es decir, para hacer que cada día su existencia esté marcada por la confrontación con las palabras y las acciones de Jesús, con el Libro de la vida de Él. Y esto para que a vida de Cristo sea impresa en su alma de forma estable y profunda, hasta poder ver el Libro en su interior, es decir, hasta contemplar el misterio de Dios Trinidad (cfr ibid., II, 14-22; III, 23-40, p. 84-90).

A través de sus escritos, Margarita nos ofrece algunos resquicios sobre su espiritualidad, permitiéndonos captar algunos rasgos de su personalidad y de sus dotes de gobierno. Es una mujer muy culta; escribe habitualmente en latín, la lengua de los eruditos, pero escribe también en franco-provenzal y también esto es una rareza: sus escritos son, así, los primeros, de los que se tiene memoria, redactados en esta lengua. Vive una existencia rica en experiencias místicas, descritas con sencillez, dejando intuir el inefable misterio de Dios, subrayando los límites de la mente para aprehenderlo y la inadecuación de la lengua humana para expresarlo. Tiene una personalidad lineal, sencilla, abierta, de dulce carga afectiva, de gran equilibrio y agudo discernimiento, capaz de entrar en las profundidades del espíritu humano, de descubrir sus límites, sus ambigüedades, pero también sus aspiraciones, la tensión del alma hacia Dios. Muestra una destacada aptitud para el gobierno, conjugando su profunda vida espiritual mística con el servicio a las hermanas y a la comunidad. En este sentido, es significativo un pasaje de una carta a su padre. Escribe: “Mi dulce padre, os comunico que me encuentro tan ocupada a causa de las necesidades de nuestra casa, que no me es posible aplicar el espíritu en buenos pensamientos; de hecho, tengo tanto que hacer que no sé de qué lado volverme. No hemos recogido trigo en el séptimo mes del año y nuestras viñas han sido destruidas por la tempestad. Además, nuestra iglesia se encuentra en tan malas condiciones que nos vemos obligados a reconstruirla en parte” (ibid., Lettere, III, 14, p. 127).

Una monja cartuja dibuja así la figura de Margarita: “A través de su obra se revela una personalidad fascinante, de inteligencia viva, orientada hacia la especulación y, al mismo tiempo, favorecida por gracias místicas: en una palabra, una mujer santa y sabia que sabe expresar con un cierto humorismo una afectividad del todo espiritual” (Una Monaca Certosina, Certosine, en Dizionario degli Istituti di Perfezione, Roma 1975, col. 777). En el dinamismo de la vida mística, Margarita valora la experiencia de los afectos naturales, purificados por la gracia, como medio privilegiado para comprender más profundamente y secundar con más prontitud y ardor la acción divina. L motivo reside en el hecho de que la persona humana es creada a imagen de Dios, y por ello es llamada a construir con Dios una maravillosa historia de amor, dejándose implicar totalmente por su iniciativa.

El Dios Trinidad, el Dios amor que se revela en Cristo le fascina, y Margarita vive una relación de amor profundo hacia el Señor y, por contraste, ve la ingratitud humana hasta la vileza, hasta la paradoja de la cruz. Ella afirma que la cruz de Cristo es parecida a la mesa del parto. El dolor de Jesús es comparado con el de una madre. Escribe: “La madre que me llevó en el seno sufrió fuertemente, al darme a luz, durante un día o una noche, pero tu, dulcísimo Señor, por mi fuiste atormentado no una noche o un día, sino durante más de treinta años […]; ¡cuán amargamente sufriste por causa mía durante toda la vida! Y cuando llegó el momento del parto, tu trabajo fue tan doloroso que tu santo sudor se convirtió como en gotas de sangre que se derramaban por todo tu cuerpo hasta el suelo” (ibid., Meditazione I, 33, p. 59). Margarita, evocando los relatos de la pasión, contempla estos dolores con profunda compasión. Dice: “Tu fuiste depositado en el duro lecho de la cruz, de forma que no podías moverte o girarte o agitar tus miembros como suele hacer un hombre que sufre un gran dolor, porque fuiste completamente extendido y te fueron clavados los clavos […] y […] fueron lacerados todos tus músculos y tus venas. […] Pero todos estos dolores […] aún no te bastaban, tanto que quisiste que tu costado fuese abierto por la lanza tan cruelmente que tu dócil cuerpo fuese totalmente arado y desgarrado; y tu sangra brotaba con tanta violencia que formaba un largo camino, casi como si fuese una gran corriente”. Refiriéndose a María afirma: “No era de maravillarse que la espada que te deshizo el cuerpo penetrara también en el corazón de tu gloriosa madre que tanto quería sostenerte […] porque tu amor fue superior a todos los demás amores” (ibid., Meditazione II, 36-39.42, p 60s).

Queridos amigos, Margarita d’Oingt nos invita a meditar diariamente la vida de dolor y de amor de Jesús y de su Madre, María. Aquí está nuestra esperanza, el sentido de nuestro existir. De la contemplación del amor de Cristo por nosotros nacen la fuerza y la alegría de responder con el mismo amor, poniendo nuestra vida al servicio de Dios y d los demás. Con Margarita decimos también nosotros: “Dulce Señor, todo lo que realizaste, por amor mío y de todo el género humano, me lleva a amarte, pero el recuerdo de tu santísima pasión da un vigor sin igual a mi potencia de afecto para amarte. Por eso me parece […] haber encontrado lo que tanto he deseado: no amar otra cosa que a ti o en ti o por amor a ti” (ibid., Meditazione II, 46, p. 62).

A primera vista esta figura de cartuja medieval, como toda su vida, su pensamiento, parecen muy lejanos de nosotros, de nuestra vida, de nuestra forma de pensar y actuar. Pero se miramos a lo esencial de esta vida, vemos que nos afecta también a nosotros y que debería ser esencial también en nuestra propia existencia.

Hemos escuchado que Margarita consideró al Señor como un libro, fijó la mirada en el Señor, lo consideró como un espejo en el que aparece también su propia conciencia. Y de este espejo entró luz en su alma: dejó entrar a la palabra, la vida de Cristo en su propio ser y así fue transformada; su conciencia fue iluminada, encontró criterios, luz y fue limpiada. Precisamente de esto necesitamos también nosotros: dejar entrar las palabras, la vida, la luz de Cristo en nuestra conciencia para que sea iluminada, comprenda lo que es verdadero y bueno y lo que está mal; que sea iluminada y limpiada nuestra conciencia. La basura no está sólo en distintas calles del mundo. Hay basura también en nuestras conciencias y en nuestras almas. Sólo la luz del Señor, su fuerza y su amor es el que nos limpia, nos purifica y nos da el camino recto. Por tanto sigamos a santa Margarita en esta mirada hacia Jesús. Leamos en el libro de su vida, dejémonos iluminar y limpiar, para aprender la vida verdadera. Gracias.

[En español dijo]

Saludo a los grupos de lengua española, en particular a los peregrinos de Alcobendas, así como a los demás fieles provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Os invito a que me acompañéis con vuestra ferviente oración durante el próximo fin de semana, en el que realizaré una visita pastoral a Santiago de Compostela, uniéndome así a los peregrinos que llegan hasta los pies del Apóstol en este Año Santo. Iré también a Barcelona, donde tendré la alegría de dedicar el maravilloso templo de la Sagrada Familia, obra del genial arquitecto Antoni Gaudí. Voy como testigo de Cristo Resucitado, con el deseo de llevar a todos su Palabra, en la que pueden encontrar luz para vivir con dignidad y esperanza para construir un mundo mejor.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]

Papa: santa Brígida ejemplo de la dignidad de la mujer en la Iglesia, importante por el crecimiento espiritual de la familia y la Comunidad

BENEDICTO XVI: SANTA BRÍGIDA DE SUECIA, COPATRONA DE EUROPA


Hoy en la Audiencia General


CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 27 de octubre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa pronunció hoy durante la Audiencia General celebrada en la Plaza de San Pedro, con los peregrinos procedentes de todo el mundo.

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Queridos hermanos y hermanas,

en la ferviente vigilia del Gran Jubileo del Año 2000, el Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II proclamó a santa Brígida de Suecia copatrona de toda Europa. Esta mañana quisiera presentar su figura, su mensaje, y las razones por las que esta santa mujer tiene mucho que enseñar – aún hoy – a la Iglesia y al mundo.

Conocemos bien los acontecimientos de la vida de santa Brígida, porque sus padres espirituales redactaron su biografía para promover su proceso de canonización inmediatamente después de su muerte, que tuvo lugar en 1373. Brígida había nacido setenta años antes, en 1303, en Finster, en Suecia, una nación del Norte de Europa que desde hacía tres siglos había acogido la fe cristiana con el mismo entusiasmo con el que la Santa la había recibido de sus padres, personas muy piadosas, pertenecientes a familias nobles cercanas a la Casa reinante.

Podemos distinguir dos periodos en la vida de esta Santa.

El primero se caracterizó por su condición de mujer felizmente casada. Su marido se llamaba Ulf y era gobernador de un importante distrito del reino de Suecia. El matrimonio duró veintiocho años, hasta la muerte de Ulf. Nacieron ocho hijos, de los que la segunda, Karin (Catalina), es venerada como santa. Esto es un signo elocuente del compromiso educativo de Brígida respecto de sus propios hijos. Por lo demás, su sabiduría pedagógica era apreciada hasta tal punto que el rey de Suecia, Magnus, la llamó a la corte por un cierto tiempo, con el fin de introducir a su joven esposa, Blanca de Namur, en la cultura sueca.

Brígida, espiritualmente guiada por un docto religioso que la inició en el estudio de las Escrituras, ejerció una influencia muy positiva en su propia familia que, gracias a su presencia, se convirtió en una verdadera “iglesia doméstica”. Junto con su marido, adoptó la Regla de los Terciarios franciscanos. Practicaba con generosidad obras de caridad hacia los indigentes; fundó también un hospital. Junto a su esposa, Ulf aprendió a mejorar su carácter y a progresar en la vida cristiana. A la vuelta de una larga peregrinación a Santiago de Compostela, efectuado en 1341 junto a otros miembros de la familia, los esposos maduraron el proyecto de vivir en continencia; pero poco después, en la paz de un monasterio en el que se había retirado, Ulf concluyó su vida terrena.

Este primer periodo de la vida de Brígida nos ayuda a apreciar la que hoy podríamos definir una auténtica “espiritualidad conyugal”: juntos, los esposos cristianos pueden recorrer un camino de santidad, sostenidos por la gracia del Sacramento del Matrimonio. No pocas veces, precisamente como sucedió en la vida de santa Brígida y de Ulf, es la mujer la que con su sensibilidad religiosa, con la delicadeza y la dulzura consigue hacer recorrer al marido un camino de fe. Pienso con reconocimiento en tantas mujeres que, día a día, aún hoy iluminan a sus propias familias con su testimonio de vida cristiana. Que el Espíritu del Señor pueda suscitar también hoy la santidad de los esposos cristianos, para mostrar al mundo la belleza del matrimonio vivido según los valores del Evangelio: el amor, la ternura, la ayuda recíproca, la fecundidad en engendrar y educar hijos, la apertura y la solidaridad hacia el mundo, la participación en la vida de la Iglesia.

Cuando Brígida se quedó viuda, comenzó el segundo periodo de su vida. Renunció a otro matrimonio para profundizar en la unión con el Señor a través de la oración, la penitencia y las obras de caridad. También las viudas cristianas, por tanto, pueden encontrar en esta Santa un modelo a seguir. En efecto, Brígida, a la muerte de su marido, tras haber distribuido sus propios bienes a los pobres, aún sin acceder nunca a la consagración religiosa, se estableció en el monasterio cisterciense de Alvastra. Aquí tuvieron inicio las revelaciones divinas, que la acompañaron todo el resto de su vida. Éstas fueron dictadas por Brígida a sus secretarios-confesores, que las tradujeron del sueco al latín y las recogieron en una edición de ocho libros, titulados Revelationes (Revelaciones). A estos libros se añadió un suplemento, que lleva por título Revelationes extra vagantes (Revelaciones suplementarias).

Las Revelaciones de santa Brígida presentan un contenido y un estilo muy variados. A veces la revelación se presenta bajo forma de diálogos entre las Personas divinas, la Virgen, los santos y también los demonios; diálogos en los que también Brígida interviene. Otras veces, en cambio, se trata de la narración de una visión particular; y en otras se narra lo que la Virgen María le revela sobre la vida y los misterios del Hijo. El valor de las Revelaciones de santa Brígida, a veces objeto de alguna duda, fue precisado por el Venerable Juan Pablo II en la Carta Spes Aedificandi: “Reconociendo la santidad de Brígida – escribe mi amado Predecesor – la Iglesia, aún sin pronunciarse sobre cada una de las revelaciones, acogió la autenticidad conjunta de su experiencia interior” (n. 5).

De hecho, leyendo estas Revelaciones, se nos interpela sobre muchos temas importantes. Por ejemplo, vuelve frecuentemente la descripción, con detalles muy realistas, de la Pasión de Cristo, hacia la cual Brígida tuvo siempre una devoción privilegiada, contemplando en ella el amor infinito de Dios por los hombres. En la boca del Señor que le habla, ella pone con audacia estas conmovedoras palabras: “Oh, amigos míos, yo amo tan tiernamente a mis ovejas que, si fuese posible, quisiera morir muchas otras veces, por cada una de ellas, de la misma muerte que sufrí por la redención de todas” (Revelationes, Libro I, c. 59). También la dolorosa maternidad de María, que la hizo Mediadora y Madre de misericordia, es un argumento que se repite a menudo en las Revelaciones.

Recibiendo estos carismas, Brígida era consciente de ser destinataria de un don de gran predilección por parte del Señor: “Hija mía – leemos en el primer libro de las Revelaciones – Yo te he elegido para mí, ámame con todo tu corazón... más que todo lo que existe en el mundo” (c. 1). Por lo demás, Brígida sabía bien, y estaba firmemente convencida de ello, que todo carisma está destinado a edificar la Iglesia. Precisamente por ese motivo, no pocas de sus revelaciones estaban dirigidas, en forma de advertencias incluso severas, a los creyentes de su tiempo, incluyendo las Autoridades religiosas y políticas, para que viviesen coherentemente su vida cristiana; pero hacía esto con una actitud de respeto y de fidelidad plena al Magisterio de la Iglesia, en particular al Sucesor del Apóstol Pedro.

En 1349 Brígida dejó para siempre Suecia y se dirigió en peregrinación a Roma. No sólo quería tomar parte en el Jubileo de 1350, sino que deseaba también obtener del Papa la aprobación de la Regla de una orden religiosa que quería fundar, dedicada al Santo Salvador, y compuesta por monjes y monjas bajo la autoridad de la abadesa. Este es un elemento que no debe sorprendernos: en la Edad Media existían fundaciones monásticas con na rama masculina y una rama femenina, pero con la práctica de la misma regla monástica, que preveía la dirección de la Abadesa. De hecho, en la gran tradición cristiana, a la mujer se le reconoce una dignidad propia y – a ejemplo de María, Reina de los Apóstoles – un lugar propio en la Iglesia, que, sin coincidir con el sacerdocio ordenado, es también importante para el crecimiento espiritual de la Comunidad. Además, la colaboración de consagrados y consagradas, siempre en el respeto de su vocación específica, reviste una gran importancia en el mundo de hoy.

En Roma, en compañía de su hija Karin, Brígida se dedicó a una vida de intenso apostolado y de oración. Y desde Roma se fue en peregrinación a varios santuarios italianos, en particular a Asís, patria de san Francisco, hacia el cual Brígida sintió siempre gran devoción. Finalmente, en 1371, coronó su más grande deseo: el viaje a Tierra Santa, a donde se dirigió en compañía de sus hijos espirituales, un grupo al que Brígida llamaba “los amigos de Dios”.

Durante esos años, los pontífices se encontraban en Aviñón, lejos de Roma: Brígida se dirigió encarecidamente a ellos, para que volviesen a la sede de Pedro, en la Ciudad Eterna.

Murió en 1373, antes de que el Papa Gregorio XI volviese definitivamente a Roma. Fue sepultada provisionalmente en la iglesia romana de San Lorenzo en Panisperna, pero en 1374 sus hijos Birger y Karin la volvieron a llevar a su patria, al monasterio de Vadstena, sede de la Orden religiosa fundada por santa Brígida, que conoció en seguida una notable expansión. En 1391 el Papa Bonifacio IX la canonizó solemnemente.

La santidad de Brígida, caracterizada por la multiplicidad de los dones y de las experiencias que he querido recordar en este breve perfil biográfico-espiritual, la hace una figura eminente en la historia de Europa. Procedente de Escandinavia, santa Brígida atestigua cómo el cristianismo había permeado profundamente la vida de todos los pueblos de este Continente. Declarándola copatrona de Europa, el Papa Juan Pablo II auguró que santa Brígida – vivida en el siglo XIV, cuando la cristiandad occidental aún no había sido herida por la división – pueda interceder eficazmente ante Dios, para obtener la gracia tan esperada de la plena unidad de todos los cristianos. Por esta misma intención, que consideramos tan importante, y para que Europa sepa siempre alimentarse de sus propias raíces cristianas, queremos rezar, queridos hermanos y hermanas, invocando la poderosa intercesión de santa Brígida de Suecia, fiel discípula de Dios, copatrona de Europa.

BENEDICTO XVI: ISABEL DE HUNGRÍA, LA PRINCESA ENTRE LOS POBRES

Hoy durante la Audiencia General


CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 20 de octubre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa Benedicto XVI pronunció hoy durante la Audiencia General, ante los miles de peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro.

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Queridos hermanos y hermanas

hoy quisiera hablaros de una de las mujeres de la Edad Media que suscitó mayor admiración; se trata de santa Isabel de Hungría, llamada también Isabel de Turingia. Nació en 1207 en Hungría. Los historiadores discuten dónde. Su padre era Andrés II, rico y poderoso rey de Hungría, el cual, para reforzar sus vínculos políticos, se había casado con la condesa alemana Gertrudis de Andechs-Merania, hermana de santa Eduvigis, la cual era esposa del duque de Silesia. Isabel vivió en la Corte húngara sólo los primeros cuatro años de su infancia, junto a una hermana y tres hermanos. Le gustaba el juego, la música y la danza; recitaba con fidelidad sus oraciones y mostraba atención particular hacia los pobres, a quienes ayudaba con una buena palabra o con un gesto afectuoso.

Su infancia feliz fue bruscamente interrumpida cuando, desde la lejana Turingia, llegaron unos caballeros para llevarla a su nueva sede en Alemania central. Según las costumbres de aquel tiempo, de hecho, su padre había establecido que Isabel se convirtiera en princesa de Turingia. El landgrave o conde de aquella región era uno de los soberanos más ricos e influyentes de Europa a principios del siglo XIII, y su castillo era centro de magnificencia y de cultura. Pero detrás de las fiestas y de la gloria aparente se escondían las ambiciones de los príncipes feudales, a menudo en guerra entre ellos y en conflicto con las autoridades reales e imperiales. En este contexto, el landgrave Hermann acogió de buen grado el noviazgo entre su hijo Ludovico y la princesa húngara. Isabel partió de su patria con una rica dote y un gran séquito, incluyendo sus doncellas personales, dos de las cuales permanecerán amigas fieles hasta el final. Son ellas las que han dejado preciosas informaciones sobre la infancia y sobre la vida de la Santa.

Tras un largo viaje llegaron a Eisenach, para subir después a la fortaleza de Wartburg, el macizo castillo sobre la ciudad. Aquí se celebró el compromiso entre Ludovico e Isabel. En los años sucesivos, mientras Ludovico aprendía el oficio de caballero, Isabel y sus compañeras estudiaban alemán, francés, latín, música, literatura y bordado. A pesar del hecho de que el compromiso se hubiese decidido por motivos políticos, entre ambos jóvenes nació un amor sincero, animado por la fe y por el deseo de hacer la voluntad de Dios. A la edad de 18 años, Ludovico, tras la muerte de su padre, comenzó a reinar sobre Turingia. Pero Isabel se convirtió en objeto de silenciosas críticas, porque su modo de comportarse no correspondía a la vida de la corte. Así también la celebración del matrimonio no fue fastuosa, y los gastos del banquete fueron devueltos en parte a los pobres. En su profunda sensibilidad Isabel veía las contradicciones entre la fe profesada y la práctica cristiana. No soportaba los compromisos. Una vez, entrando en la iglesia en la fiesta de la Asunción, se quitó la corona, la depositó ante la cruz y permaneció postrada en el suelo con el rostro cubierto. Cuando una monja la desaprobó por ese gesto, ella respondió: “¿Cómo puedo yo, criatura miserable, seguir llevando una corona de dignidad terrena, cuando veo a mi Rey Jesucristo coronado de espinas?”. Como se comportaba ante Dios, de la misma forma se comportaba con sus súbditos. Entre los Dichos de las cuatro doncellas encontramos este testimonio: “No consumía alimentos si antes no estaba segura de que procedieran de las propiedades y de los bienes legítimos de su marido. Mientras se abstenía de los bienes procurados ilícitamente, se preocupaba también por resarcir a aquellos que hubiesen sufrido violencia” (nn. 25 y 37). Un verdadero ejemplo para todos aquellos que desempeñan cargos: el ejercicio de la autoridad, a todo nivel, debe vivirse como servicio a la justicia y a la caridad, en la búsqueda constante del bien común.

Isabel practicaba asiduamente las obras de misericordia: daba de beber y de comer a quien llamaba a su puerta, procuraba vestidos, pagaba las deudas, cuidaba enfermos y sepultaba a los muertos. Bajando de su castillo, se dirigía a menudo con sus doncellas a las casas de los pobres, llevando pan, carne, harina y otros alimentos. Entregaba los alimentos personalmente y controlaba con atención los vestidos y los lechos de los pobres. Este comportamiento fue referido a su marido, el cual no sólo no se disgustó, sino que respondió a sus acusadores: “¡Mientras que no venda el castillo, estoy contento!”. En este contexto se coloca el milagro de pan transformado en rosas: mientras Isabel iba por la calle con su delantal lleno de pan para los pobres, se encontró con el marido, que le preguntó qué estaba llevando. Ella abrió el delantal y, en lugar del pan, aparecieron magníficas rosas. Este símbolo de caridad está presente muchas veces en las representaciones de santa Isabel.

El suyo fue un matrimonio profundamente feliz: Isabel ayudaba a su esposo a elevar sus cualidades humanas a nivel sobrenatural, y él, a cambio, protegía a su mujer en su generosidad hacia los pobres y en sus prácticas religiosas. Cada vez más admirado por la gran fe de su esposa, Ludovico, refiriéndose a su atención hacia los pobres, le dijo: “Querida Isabel, es a Cristo a quien has lavado, alimentado y cuidado”. Un claro testimonio de cómo la fe y el amor hacia Dios y hacia el prójimo refuerzan y hacen aún más profunda la unión matrimonial.

La joven pareja encontró apoyo espiritual en los Frailes Menores que, desde 1222, se difundieron en Turingia. Entre ellos Isabel eligió a fray Ruggero (Rüdiger) como director espiritual. Cuando él le narró las circunstancias de la conversión del joven y rico mercader Francisco de Asís, Isabel se entusiasmó aún más en su camino de vida cristiana. Desde aquel momento, se decidió aún más a seguir a Cristo pobre y crucificado, presente en los pobres. Incluso cuando nació su primer hijo, seguido de otros dos, nuestra Santa no descuidó nunca sus obras de caridad. Ayudó además a los Frailes Menores a construir en Halberstadt un convento, del que fray Ruggero se convirtió en superior. La dirección espiritual de Isabel pasó, así, a Conrado de Marburgo.

Una dura prueba fue el adiós al marido, a finales de junio de 1227, cuando Ludovico IV se asoció a la cruzada del emperador Federico II, recordando a su esposa que esa era una tradición para los soberanos de Turingia. Isabel respondió: “No te retendré. Me dí toda entera a Dios y ahora debo darte también a ti”. Sin embargo, la fiebre diezmó las tropas y Ludovico mismo cayó enfermo y murió en Otranto, antes de embarcar, en septiembre de 1227, a la edad de veintisiete años. Isabel, al saber la noticia, tuvo tal dolor que se retiró en soledad, pero después, fortificada por la oración y consolada por la esperanza de volver a verle en el Cielo, volvió a interesarse en los asuntos del reino. La esperaba, sin embargo, otra prueba: su cuñado usurpó el gobierno de Turingia, declarándose verdadero heredero de Ludovico y acusando a Isabel de ser una mujer piadosa incompetente para gobernar. La joven viuda, con sus tres hijos, fue expulsada del castillo de Wartburg y se puso a la búsqueda de un lugar donde refugiarse. Solo dos de sus doncellas permanecieron junto a ella, la acompañaron y confiaron a los tres niños a los cuidados de amigos de Ludovico. Peregrinando por los pueblos, Isabel trabajaba allí donde se la acogía, asistía a los enfermos, hilaba y cosía. Durante este calvario, soportado con gran fe, con paciencia y dedicación a Dios, algunos parientes, que le habían permanecido fieles y consideraban ilegítimo el gobierno de su cuñado, rehabilitaron su nombre. Así Isabel, a principios de 1228, pudo recibir una renta apropiada para retirarse al castillo familiar en Marburgo, donde vivía también su director espiritual fray Conrado. Fue él quien refirió al papa Gregorio IX el siguiente hecho: el viernes santo de 1228, puestas las manos sobre el altar en la capilla de su ciudad Eisenach, donde había acogido a los Frailes Menores, en presencia de algunos frailes y familiares, Isabel renunció a su propia voluntad y a todas las vanidades del mundo. Ella quería renunciar a todas sus posesiones, pero yo la disuadí por amor a los pobres. Poco después construyó un hospital, recogió a enfermos e inválidos y sirvió en su propia mesa a los más miserables y los más abandonados. Habiéndola yo reñido por estas cosas, Isabel respondió que de los pobres recibía una especial gracia y humildad” (Epistula magistri Conradi, 14-17).

Podemos ver en esta afirmación una cierta experiencia mística parecida a la vivida por san Francisco: el Pobrecillo de Asís declaró, de hecho, en su testamento que, sirviendo a los leprosos, lo que antes era amargo se le cambió en dulzura del alma y del cuerpo (Testamentum, 1-3). Isabel transcurrió sus últimos tres años en el hospital fundado por ella, sirviendo a los enfermos, velando con los moribundos. Intentaba siempre llevar a cabo los servicios más humildes y los trabajos repugnantes. Ella se convirtió en lo que podríamos llamar una mujer consagrada en medio del mundo (soror in saeculo) y formó, con otras amigas suyas, vestidas en hábito gris, una comunidad religiosa. No es casualidad que sea patrona de la Orden Terciaria Regular de san Francisco y de la Orden Franciscana Seglar.

En noviembre de 1231 fue afectada por fuertes fiebres. Cuando la noticia de su enfermedad se propagó, muchísima gente acudió a verla. Tras unos diez días, pidió que se cerraran las puertas, para quedarse a solas con Dios. En la noche del 17 de noviembre se durmió dulcemente en el Señor. Los testimonios sobre su santidad fueron tantos y tales que, sólo cuatro años más tarde, el papa Gregorio IX la proclamó Santa y, en el mismo año, se consagró la hermosa iglesia construida en su honor en Marburgo.

Queridos hermanos y hermanas, en la figura de santa Isabel vemos cómo la fe, la amistad con Cristo crean el sentido de la justicia, de la igualdad de todos, de los derechos de los demás y crean el amor, la caridad. Y de esta caridad nace la esperanza, la certeza de que somos amados por Cristo y de que el amor de Cristo nos espera y nos hace así capaces de imitar a Cristo y de ver a Cristo en los demás. Santa Isabel nos invita a redescubrir a Cristo, a amarlo, a tener fe y así a encontrar la verdadera justicia y el amor, como también la alegría de que un día estaremos inmersos en el amor divino, en el gozo de la eternidad con Dios. Gracias.

[En español dijo]

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los miembros de la Cofradía escolapia del Santísimo Cristo de la Expiración y María Santísima del mayor dolor, de Granada; a los fieles de Alcobendas, a los Oficiales del curso de Estado Mayor de la Academia Aérea de Ecuador, así como a los demás grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Que la figura de Santa Isabel de Hungría, modelo de caridad, nos inspire también a nosotros a un amor intenso hacia Dios y hacia el prójimo.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]

El Papa: Sólo con Dios la vida llega a ser verdadera porque, en el dolor por el pecado, se vuelve en amor y alegría.

La vida de la Beata Angela comienza con una existencia mundana, bastante alejada de Dios. Pero después se encontró con la figura de san Francisco y, finalmente, el encuentro con el Cristo Crucificado despierta el alma a la presencia de Dios, por el hecho de que sólo con Dios la vida llega a ser verdadera vida, porque llega a ser, en el dolor por el pecado, amor y alegría. Y así nos habla a nosotros hoy la Beata Angela. Hoy estamos todos en peligro de vivir como si Dios no existiera: parece muy alejado de la vida actual. Pero Dios tiene mil maneras, para cada uno la suya, de hacerse presente en el alma, de mostrar que existe y que me conoce y ama. Y la Beata Angela quiere hacernos atentos a estos signos con los cuales el Señor nos toca el alma, atentos a la presencia de Dios, para aprender así el camino con Dios y hacia Dios, en la comunión con Cristo Crucificado. Oremos al Señor para que nos haga atentos a los signos de su presencia, que nos enseñe a vivir realmente.


BENEDICTO XVI: BEATA ANGELA DE FOLIGNO, DE LA PENITENCIA AL AMOR


Hoy en la audiencia general


CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 13 de octubre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa Benedicto XVI pronunció hoy durante la audiencia general, en la Plaza de San Pedro, ante miles de peregrinos procedentes de todo el mundo.

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Queridos hermanos y hermanas,

hoy quisiera hablaros de la beata Angela de Foligno, una gran mística medieval que vivió en el siglo XIII. Normalmente, uno se fascina por los momentos álgidos de experiencia de unión con Dios que ella alcanzó, pero se tienen quizás demasiado poco en cuenta sus primeros pasos, su conversión, y el largo camino que la condujo desde el punto de partida, el “gran temor del infierno”, hasta su meta, la unión total con la Trinidad. La primera parte de la vida de Angela no es ciertamente la de una ferviente discípula del Señor. Nacida hacia 1248 en una familia pudiente, quedó huérfana de padre y fue educada por su madre de forma más bien superficial. Fue introducida muy pronto en los ambientes mundanos de la ciudad de Foligno, donde conoció a un hombre, con el que se casó a los veinte años y del que tuvo hijos. Su vida era despreocupada, hasta el punto de que se permitía burlarse de los llamados “penitentes” – muy difundidos en aquella época – es decir, de aquellos que para seguir a Cristo vendían sus bienes y vivían en la oración, en el ayuno, en el servicio a la Iglesia y en la caridad.

Algunos acontecimientos, como el violento terremoto de 1279, un huracán, la larga guerra contra Perusa y sus duras consecuencias incidieron en la vida de Angela, la cual progresivamente fue tomando conciencia de sus pecados, hasta un paso decisivo: invoca a san Francisco, que se le aparece en una visión, para pedirle consejo de cara a hacer una buena Confesión general: estamos en 1285, Angela se confiesa con un fraile en San Feliciano. Tres años después, el camino de la conversión conoce otro giro: la disolución de los vínculos afectivos, pues en pocos meses, a la muerte de su madre siguieron la de su marido y la de todos sus hijos. Entonces vendió sus bienes y en 1291 entró en la orden terciaria de san Francisco. Murió en Foligno el 4 de enero de 1309.

El Libro della beata Angela da Foligno, en el que está recogida la documentación sobre nuestra Beata, narra esta conversión; indica los medios que le fueron necesarios: la penitencia, la humildad y las tribulaciones; y narra sus pasos, la sucesión de las experiencias de Angela, comenzadas en 1285. Recordándolas, tras haberlas vivido, ella intentó contarlas a través de su fraile confesor, el cual las transcribió fielmente, intentando después organizarlas en etapas, que llamó “pasos o mutaciones”, pero sin conseguir ordenarlas plenamente (cfr Il Libro della beata Angela da Foligno, Cinisello Balsamo 1990, p. 51). Esto debido a que la experiencia de unión para la beata Angela supone una implicación total de los sentidos espirituales y corporales, y de lo que ella “comprende” durante sus éxtasis queda, por así decirlo, solo una “sombra” en su mente. “Escuché verdaderamente estas palabras – confiesa ella después de un rapto místico – pero lo que vi y comprendí, y que él [o sea, Dios] me mostró, de ninguna forma dé o puedo decirlo, aunque revelaría de buen grado lo que comprendí con las palabras que oí, pero hubo un abismo absolutamente inefable”. Angela de Foligno presenta su "vivencia" mística, sin elaborarla con la mente, porque son iluminaciones divinas que se comunican a su alma de forma imprevista e inesperada. Al mismo fraile confesor le cuesta recoger estos eventos, “también a causa de su gran y admirable reserva respecto a sus dones divinos” (Ibid., p. 194). A la dificultad para expresar su experiencia mística se añade también la dificultad para sus oyentes de comprenderla. Una situación que indica con claridad cómo el único y verdadero Maestro, Jesús, vive en el corazón de todo creyente y desea tomar totalmente posesión de él. Así en Angela, que escribía a un hijo espiritual suyo: "Hijo mío, si vieras mi corazón, estarías absolutamente obligado a hacer todo lo que Dios quiere, porque mi corazón es el de Dios y el corazón de Dios es el mío”. Resuenan aquí las palabras de san Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo que vive en mi" (Gal 2,20).

Consideremos entonces sólo algún "paso" del rico camino espiritual de nuestra Beata. El primero, en realidad, es una premisa: "Fue el conocimiento del pecado, – como ella precisa – a continuación del cual el alma tuvo un gran temor de condenarse; en este pasaje lloró amargamente" (Il Libro della beata Angela da Foligno, p. 39). Este “temor” del infierno responde al tipo de fe que Angela tenía en el momento de su "conversión"; una fe aún pobre de caridad, es decir, del amor de Dios. Arrepentimiento, miedo del infierno y penitencia abren a Angela la perspectiva de la dolorosa "vía de la cruz" que, desde el octavo al decimoquinto paso, la llevará después a la “vía del amor”. Cuenta el fraile confesor: “La fiel entonces me dijo: He tenido esta revelación divina: 'Tras las cosas que habéis escrito, haz escribir que quien quiera conservar la gracia no debe quitar los ojos del alma de la Cruz, tanto en la alegría como en la tristeza que le concedo o permito'" (Ibid., p. 143). Pero en esta fase Angela aún "no siente amor"; ella afirma: "El alma siente vergüenza y amargura y no experimenta aún el amor, sino el dolor” (Ibid., p. 39), y está insatisfecha.

Angela siente el deber de tener que darle algo a Dios para reparar sus pecados, pero lentamente comprende que no tiene nada que darle, al contrario, de “ser nada” ante Él; comprende que no será su voluntad la que le dé el amor de Dios, porque ésta sólo puede darle su “nada”, el “no amor”. Como ella dirá: solo "el amor verdadero y puro, que viene de Dios, está en el alma y hace que ésta reconozca sus propios defectos y la bondad divina […] Este amor lleva el alma a Cristo y ella comprende con seguridad que no se puede verificar ni haber engaño alguno. Junto a este amor no se puede mezclar algo de lo del mundo" (Ibid., p. 124-125). Abrirse sola y totalmente al amor de Dios, que tiene la máxima expresión en Cristo: "Oh Dios mío – reza – hazme digna de conocer el altísimo misterio, que tu ardentísimo e inefable amor realizó, junto al amor de la Trinidad, es decir, el altísimo misterio de tu santísima encarnación por nosotros. […]. ¡Oh amor incomprensible! Más allá de este amor, que hizo que mi Dios se hiciese hombre para hacerme Dios, no hay amor más grande" (Ibid., p. 295). Con todo, el corazón de Angela lleva siempre las heridas del pecado; incluso después de una confesión bien hecha, ella se encontraba perdonada y aún con el corazón roto por el pecado, libre y condicionada por el pasado, absuelta pero necesitada de penitencia. Y también la acompaña el pensamiento del infierno, porque cuanto más progresa el alma en la vía de la perfección cristiana, tanto más se convencerá no sólo de ser “indigna”, sino de merecer el infierno.

Y he aquí que, en su camino místico, Angela comprende de modo profundo la realidad central: lo que la salvará de su “indignidad” y de “merecer el infierno” no será su “unión con Dios” y su poseer la “verdad”, sino Jesús crucificado, “su crucifixión por mí”, su amor. En el octavo paso, ella dice: "Sin embargo, aún no comprendía si era más grande mi liberación de los pecados y del infierno y la conversión y la penitencia, o más bien su crucifixión por mí" (Ibid., p. 41). Es el inestable equilibrio entre amor y dolor, advertido en todo su difícil camino hacia la perfección. Precisamente contempla con preferencia a Cristo crucificado, porque en esta visión ve realizado el equilibrio perfecto: en la cruz está el hombre-Dios, en un supremo acto de sufrimiento que es un acto supremo de amor. En la tercera Instrucción, la Beata insiste en esta contemplación y afirma: "Cuanto más perfecta y puramente vemos, tanto más perfecta y puramente amamos. […] Por ello, cuanto más vemos al Dios y hombre Jesucristo, tanto más somos transformados en él a través del amor. […] Lo que he dicho del amor […] lo digo también del dolor: el alma cuanto más contempla el inefable dolor del Dios y hombre Jesucristo, tanto más se duele y es transformada en dolor” (Ibid., p. 190-191). Ensimismarse, transformarse en el amor y en los sufrimientos del Cristo crucificado, identificarse con Él. La conversión de Angela, iniciada con esa confesión de 1285, llegará a la madurez sólo cuando el perdón de Dios aparezca a su alma como el don gratuito de amor del Padre, fuente de amor: "No hay nadie que puede dar excusas – afirma ella – porque cualquiera puede amar a Dios, y el no pide otra cosa al alma sino que le ame, porque él la ama y de su amor" (Ibid., p. 76).

En el itinerario espiritual de Angela el paso de la conversión a la experiencia mística, de lo que se puede expresar a lo inexpresable, tiene lugar a través del Crucificado. Es el "Dios-hombre de la pasión", que se convierte en su "maestro de perfección". Toda su experiencia mística es, por tanto, tender a una perfecta “semejanza” con Él, mediante purificaciones y transformaciones cada vez más profundas y radicales. En esta estupenda empresa Angela se implica totalmente, alma y cuerpo, sin ahorrarse penitencias y tribulaciones desde el principio al final, deseando morir con todos los dolores sufridos por el Dios-hombre crucificado para ser transformada totalmente en Él: "Oh hijos de Dios – recomendaba ella –, transformaos totalmente en el Dios-hombre de la pasión, que tanto os amó hasta dignarse morir por vosotros de muerte ignominiosísima y del todo inefablemente dolorosa y de un modo penosísimo y amarguísimo. ¡Esto solo por amor tuyo, oh hombre!" (Ibid., p. 247). Esta identificación significa también vivir lo que Jesús vivió: pobreza, desprecio, dolor, porque – como ella afirma – "a través de la pobreza temporal el alma encontrará riquezas eternas; a través del desprecio y la vergüenza obtendrá honor y grandísima gloria; a través de una poca penitencia, hecha con pena y dolor, poseerá con infinita dulzura y consolación el Bien Sumo, Dios eterno" (Ibid., p. 293).

De la conversión a la unión mística con el Cristo crucificado, a lo inexpresable. Un camino altísimo, cuyo secreto es la oración constante: "Cuanto más reces – afirma ella – tanto más serás iluminado; cuanto más seas iluminado, tanto más profunda e intensamente verás al Sumo Bien, al Ser sumamente bueno; cuanto más profunda e intensamente lo veas, tanto más lo amarás; cuanto más lo ames, tanto más te deleitará; y cuanto más te deleite, tanto más lo comprenderás y serás capaz de comprenderlo. Sucesivamente llegarás a la plenitud de la luz, porque comprenderás que no puedes comprender" (Ibid., p. 184).

Queridos hermanos y hermanas, la vida de la Beata Angela comienza con una existencia mundana, bastante alejada de Dios. Pero después se encontró con la figura de san Francisco y, finalmente, el encuentro con el Cristo Crucificado despierta el alma a la presencia de Dios, por el hecho de que sólo con Dios la vida llega a ser verdadera vida, porque llega a ser, en el dolor por el pecado, amor y alegría. Y así nos habla a nosotros hoy la Beata Angela. Hoy estamos todos en peligro de vivir como si Dios no existiera: parece muy alejado de la vida actual. Pero Dios tiene mil maneras, para cada uno la suya, de hacerse presente en el alma, de mostrar que existe y que me conoce y ama. Y la Beata Angela quiere hacernos atentos a estos signos con los cuales el Señor nos toca el alma, atentos a la presencia de Dios, para aprender así el camino con Dios y hacia Dios, en la comunión con Cristo Crucificado. Oremos al Señor para que nos haga atentos a los signos de su presencia, que nos enseñe a vivir realmente. Gracias.

[En español dijo]

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a las Hermanas de la Compañía de la Cruz; a los miembros de la Hermandad de Nuestra Señora de la Estrella, de Sevilla; a los representantes de la Cofradía de Investigadores de Toledo, acompañados por el Señor Cardenal Antonio Cañizares Llovera; a los fieles de la Arquidiócesis de Santiago de los Caballeros, con su Arzobispo, Monseñor Ramón Benito de la Rosa Carpio, así como a los demás grupos procedentes de España, México, Honduras, Argentina y otros países latinoamericanos. Que la Beata Ángela de Foligno nos ayude a comprender que la verdadera felicidad consiste en la amistad con Cristo, crucificado por amor nuestro. A su divina bondad sigo encomendando con esperanza a los mineros de la región de Atacama, en Chile.

[Traducción del italiano por Inma Álvarez

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El Papa: Santa Gertrudis, la predilección de Dios entre carácter y defectos

BENEDICTO XVI: SANTA GERTRUDIS LA GRANDE


Hoy en la Audiencia General


CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 6 de octubre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa Benedicto XVI pronunció hoy durante la Audiencia General, en la Plaza de San Pedro, y que dedicó a santa Gertrudis la Grande, mística alemana del sigo XIII.

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Queridos hermanos y hermanas,

Santa Gertrudis la Grande, de la que quisiera hablaros hoy, nos lleva también esta semana al monasterio de Helfta, donde nacieron algunas de las obras maestras de la literatura religiosa femenina latino-germánica. A este mundo pertenece Gertrudis, una de las místicas más famosas, única mujer de Alemania que lleva el apelativo “la Grande”, por su estatura cultural y evangélica: con su vida y su pensamiento incidió de modo singular en la espiritualidad cristiana. Es una mujer excepcional, dotada de talentos naturales particulares y de extraordinarios dones de la gracia, de profundísima humildad y ardiente celo por la salvación del prójimo, de íntima comunión con Dios en la contemplación y disponibilidad para socorrer a los necesitados.

En Helfta se compara, por así decirlo, sistemáticamente con su maestra Matilde de Hackeborn, de la que hablé en la Audiencia del pasado miércoles; entra en relación con Matilde de Magdeburgo, otra mística medieval; crece bajo el cuidado maternal, dulce y exigente de la abadesa Gertrudis. De estas tres hermanas suyas adquiere tesoros de experiencia y sabiduría; los elabora en una síntesis propia, recorriendo su itinerario religioso con confianza ilimitada en el Señor. Expresa la riqueza de la espiritualidad no sólo en su mundo monástico, sino también y sobre todo en el mundo bíblico, litúrgico,patrístico y benedictino, con un sello personalísimo y con gran eficacia comunicativa.

Nació el 6 de enero de 1256, fiesta de la Epifanía, pero no se sabe nada de sus padres ni de su lugar de nacimiento. Gertrudis escribe que el Señor mismo le revela el sentido de este primer desarraigo suyo, dice que el Señor habría dicho: “La elegí por morada mía porque me complazco de que todo lo que hay de amable en ella sea obra mía […]. Precisamente por esta razón la alejé de todos sus parientes para que nadie la amase por razón de consanguinidad y yo fuese el único motivo del afecto que la mueve” (Las Revelaciones, I, 16, Siena 1994, p. 76-77).

A la edad de cinco años, en 1261, entra en el monasterio, como se acostumbraba a menudo en aquella época, para la formación y el estudio. Aquí transcurre toda su existencia, de la que ella misma señala las etapas más significativas. En sus memorias recuerda que el Señor la preservó con paciencia generosa e infinita misericordia, olvidando los años de su infancia, adolescencia y juventud, transcurridos – escribe: “en una tal ceguera de mente que habría sido capaz […] de pensar, decir o hacer sin ningún remordimiento todo lo que me habría gustado y donde hubiese querido, si tu no me hubieses preservado, sea con un horror inherente por el mal y una natural inclinación al bien, sea con la vigilancia externa de los demás. Me habría comportado como una pagana […] y ello aún habiendo querido tu que desde la infancia, desde mi quinto año de edad, habitara en el santuario bendito de la religión para ser educada entre tus amigos más devotos” (Ibid., II, 23 140s).

Gertrudis fue una estudiante extraordinaria, aprendió todo lo que se podía aprender de las ciencias del Trivio y del Cuadrivio; estaba fascinada por el saber y se dedicó al estudio profano con ardor y tenacidad, consiguiendo éxitos escolares más allá de toda expectativa. Si no sabemos nada de sus orígenes, ella cuenta mucho sobre sus pasiones juveniles: la literatura, la música y el canto, el arte de la miniatura la cautivan; tiene un carácter fuerte, decidido, inmediato, impulsivo; a menudo dice que es negligente; reconoce sus defectos, pide humildemente perdón por ellos. Con humildad pide consejos y oraciones por su conversión. Hay rasgos de su temperamento y defectos que la acompañarán hasta el final, hasta el punto de hacer asombrar a algunas personas, que se preguntan cómo es posible que el Señor la prefiera tanto.

De estudiante pasó a consagrarse totalmente a Dios en la vida monástica y durante veinte años no sucedió nada excepcional: el estudio y la oración fueron su actividad principal. Por sus dotes sobresale entre sus hermanas; es tenaz en consolidar su cultura en campos diversos. Pero, durante el Adviento de 1280, empieza a sentir disgusto de todo ello, advierte su vanidad y el 27 de enero de 1281, pocos días antes de la fiesta de la Purificación de la Virgen, hacia la hora de Completas, el Señor ilumina sus densas tinieblas. Con suavidad y dulzura calma la turbación que la angustia, turbación que Gertrudis ve como un mismo don de Dios “para abatir esa torre de vanidad y de curiosidad que, ay de mí, aún llevando el nombre y el hábito de religiosa, había ido elevando con mi soberbia, y al menos así encontrar el camino para mostrarme tu salvación” (Ibid., II,1, p. 87). Tiene la visión de un jovencito que la guía a superar la maraña de espinas que oprime su alma, tomándola de la mano. En esa mano, Gertrudis reconoce “la preciosa huella de esas llagas que abrogaron todas las actas de acusación de nuestros enemigos” (Ibid., II,1, p. 89), reconoce a Aquel que sobre la Cruz nos salvó con su sangre, Jesús.

Desde aquel momento, su vida de comunión con el Señor se intensifica, sobre todo en los tiempos litúrgicos más significativos – Adviento-Navidad, Cuaresma-Pascua, fiestas de la Virgen – aún cuando, enferma, no podía dirigirse al coro. Es el mismo humus litúrgico de Matilde, su maestra, que Gertrudis, sin embargo, describe con imágenes, símbolos y términos más simples y lineales, más realistas, con referencias más directas a la Biblia, a los Padres, al mundo benedictino.

Su biógrafa indica dos direcciones de la que podríamos definir una particular “conversión” suya: en los estudios, con el paso radical de los estudios humanistas profanos a los teológicos, y en la observancia monástica, con el paso de la vida que ella define como negligente a la vida de oración intensa, mística, con un excepcional ardor misionero. El Señor, que la había elegido desde el seno materno y que desde pequeña la había hecho participar en el banquete de la vida monástica, la vuelve a llamar con su gracia “desde las cosas externas a la vida interior, y desde las ocupaciones terrenas al amor por las cosas espirituales”. Gertrudis comprende que ha estado lejos de Él, en la región de la disimilitud, como dice san Agustín: de haberse dedicado con demasiada avidez a los estudios liberales, a la sabiduría humana, descuidando la ciencia espiritual, privándose del gusto de la verdadera sabiduría; ahora es conducida al monte de la contemplación, donde deja al hombre viejo para revestirse del nuevo. “De gramática se convierte en teóloga, con la lectura incansable y cuidadosa de todos los libros sagrados que podía tener u obtener, llenaba su corazón de las más útiles y dulces sentencias de la Sagrada Escritura. Tenía por ello siempre dispuesta alguna palabra inspirada y de edificación con la que satisfacer a quien venía a consultarla, y al mismo tiempo los textos escriturísticos más adecuados para confutar cualquier opinión errónea y cerrar la boca a sus oponentes” (Ibid., I,1, p. 25).

Gertrudis transforma todo esto en apostolado: se dedica a escribir y divulgar las verdades de la fe con claridad y sencillez, gracia y persuasión, sirviendo con amor y fidelidad a la Iglesia, hasta el punto de que fue útil y bienvenida para los teólogos y las personas piadosas. De esta intensa actividad suya nos queda poco, también a causa de las circunstancias que llevaron a la destrucción del monasterio de Helfta. Además del “Heraldo del divino amor” o “Las revelaciones”, nos quedan los “Ejercicios Espirituales”, una rara joya de la literatura mística espiritual.

En la observancia religiosa, nuestra santa es “una columna firme …], firmísima propugnadora de la justicia y de la verdad”, dice su biógrafa (Ibid., I, 1, p. 26). Con las palabras y el ejemplo suscita en los demás gran fervor. A las oraciones y a las penitencias de la regla monástica añade otras con tal devoción y abandono confiado en Dios, que suscita en quien la encuentra la conciencia de estar en la presencia del Señor. Y de hecho Dios mismo le da a entender que la ha llamado a ser instrumento de su gracia. De este inmenso tesoro divino Gertrudis se siente indigna, confiesa no haberlo custodiado y valorado. Exclama: “¡Ay de mí! ¡Si Tu me hubieses dado para recuerdo tuyo, indigna como soy, incluso un solo hilo de estopa, habría sin embargo debido guardarlo con mayor respeto y reverencia de cuanta he tenido por estos dones tuyos!” (Ibid., II,5, p. 100). Pero, reconociendo su pobreza y su indignidad, ella se adhiere a la voluntad de Dios, “porque – afirma – he aprovechado tan poco tus gracias que no puedo decidirme a creer que me hayan sido concedidas para mí sola, no pudiendo tu eterna sabiduría ser frustrada por alguien. Haz, por tanto, o Dador de todo bien, que me has concedido gratuitamente dones tan inmerecidos, que, leyendo este escrito, el corazón de al menos uno de tus amigos se conmueva por el pensamiento de que el celo por las almas te ha inducido a dejar durante tanto tiempo una gema de valor tan inestimable en medio del fango abominable de mi corazón” (Ibid., II,5, p. 100s).

En particular, dos favores le fueron más queridos que ningún otro, como escribe la propia Gertrudis: “Los estigmas de tus saludables llagas que me imprimiste, como preciosas joyas, en el corazón, y la profunda y saludable herida de amor con que lo marcaste. Tu me inundaste con estos dones tuyos de tanta alegría que, aunque tuviese que vivir mil años sin ningún consuelo ni interior ni exterior, su recuerdo bastaría para reconfortarme, iluminarme, colmarme de gratitud. Quisiste también introducirme en la inestimable intimidad de tu amistad, abriéndome de muchas firmas ese sagrario nobilísimo de tu Divinidad que es tu Corazón divino […]. A este cúmulo de beneficios añadiste el de darme por Abogada a la santísima Virgen María Madre Tuya, y de haberme recomendado a menudo a su afecto como el más fiel de los esposos podría recomendar a su propia madre su esposa querida” (Ibid., II, 23, p. 145).

Dirigida hacia la comunión sin fin, concluyó su vida terrena el 17 de noviembre de 1301 o 1302, a la edad de casi 46 años. En el séptimo Ejercicio, el de la preparación a la muerte, santa Gertrudis escribe: “Oh, Jesús, tu que me eres inmensamente querido, estate siempre conmigo, para que mi corazón permanezca contigo y tu amor persevere conmigo sin posibilidad de división, y mi tránsito sea bendecido por tí, de modo que mi espíritu, libre de los lazos de la carne, pueda inmediatamente encontrar reposo en ti. Amen” (Esercizi, Milán 2006, p. 148).

Me parece obvio que estas no son sólo cosas del pasado, históricas, sino que la existencia de santa Gertrudis sigue siendo una escuela de vida cristiana, de recta vía, que nos muestra que el centro de una vida feliz, de una vida verdadera, es la amistad con Jesús el Señor. Y esta amistad se aprende en el amor por la Sagrada Escritura, en el amor por la liturgia, en la fe profunda, en el amor por María, de forma que se conozca cada vez más realmente a Dios mismo y así la verdadera felicidad, la meta de nuestra vida. Gracias.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

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El Papa: difundir en todas partes el perfume de Cristo, para que toda nuestra vida sea sólo una irradiación de la suya

Hoy en la Audiencia General


CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 22 de septiembre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la intervención del Papa Benedicto XVI durante la Audiencia General, celebrada en la Plaza de San Pedro, con los miles de peregrinos procedentes de todo el mundo.

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Queridos hermanos y hermanas

Hoy quisiera detenerme a hablar del viaje apostólico en el Reino Unido, que Dios me ha concedido realizar en estos días pasados. Ha sido una visita oficial y, al mismo tiempo, una peregrinación al corazón de la historia y del hoy de un pueblo rico de cultura y de fe, como lo es el británico. Se ha tratado de un acontecimiento histórico, que ha marcado una nueva fase importante en la larga y compleja historia de las relaciones entre esas poblaciones y la Santa Sede. El objetivo principal d la visita era el de proclamar beato al cardenal John Henry Newman, uno de los ingleses más grandes de los tiempos recientes, insigne teólogo y hombre de Iglesia. En efecto, la ceremonia de beatificación representó el momento principal del viaje apostólico, cuyo tema estaba inspirado en el lema de la insignia cardenalicia del beato Newman: “El corazón habla al corazón”. Y en las cuatro intensas y bellísimas jornadas transcurridas en esa noble tierra tuve la gran alegría de hablar al corazón de los habitantes del Reino Unido, y ellos han hablado al mío, especialmente con su presencia y con el testimonio de su fe. Pude de hecho constatar cómo la herencia cristiana es aún fuerte e incluso activa en todos los estratos de la vida social. El corazón de los británicos y su existencia están abiertos a la realidad de Dios y hay numerosas expresiones de religiosidad que esta visita mía ha puesto aún más en evidencia.

Desde el primer día de mi permanencia en el Reino Unido, y durante todo el periodo de mi estancia, he recibido en todas partes una calurosa acogida por parte de las Autoridades, de los representantes de las diversas realidades sociales, de los representantes de las diversas Confesiones religiosas y especialmente de la gente común. Pienso de modo particular en los fieles de la Comunidad católica y en sus Pastores que, aún siendo minoría en el país, son muy apreciados y considerados, comprometidos en el anuncio gozoso de Jesucristo, haciendo resplandecer al Señor y haciéndose su voz especialmente entre los últimos. A todos renuevo la expresión de mi profunda gratitud, por el entusiasmo demostrado y por la encomiable diligencia con la que han trabajado por el éxito de esta visita mía, cuyo recuerdo conservaré para siempre en mi corazón.

La primera cita fue en Edimburgo con Su Majestad la Reina Isabel II, que juntamente con su Consorte, el Duque de Edimburgo, me acogió con gran cortesía en nombre de todo el pueblo británico. Se trató de un encuentro muy cordial, caracterizado por compartir algunas profundas preocupaciones por el bienestar de los pueblos del mundo y por el papel de los valores cristianos en la sociedad. En la histórica capital de Escocia pude admirar las bellezas artísticas, testimonio de una rica tradición y de profundas raíces cristianas. Hice referencia a esto en el discurso a Su Majestad y a las Autoridades presentes, recordando que el mensaje cristiano se ha convertido en parte integrante de la lengua, del pensamiento y de la cultura de los pueblos de esas Islas. Hablé también del papel que Gran Bretaña ha tenido y sigue teniendo en el panorama internacional, mencionando la importancia de los pasos llevados a cabo para una pacificación justa y duradera en Irlanda del Norte.

La atmósfera de fiesta y de alegría creada por los jóvenes y por los niños alegró la etapa de Edimburgo. Al llegar después a Glasgow, ciudad embellecida por encantadores parques, presidí la primera Santa Misa del viaje precisamente en el Bellahouston Park. Fue un momento de intensa espiritualidad, muy importante para los católicos del país, también considerando el hecho de que en aquel día se celebraba la fiesta litúrgica de san Ninian, primer evangelizador de Escocia. En esa asamblea litúrgica reunida en oración atenta y compartida, hecha aún más solemne por las melodías tradicionales y los cantos pegadizos, recordé la importancia de la evangelización de la cultura, especialmente en nuestra época en la que un relativismo penetrante amenaza con oscurecer la inmutable verdad sobre la naturaleza del hombre.

En la segunda jornada comencé la visita a Londres. Allí encontré en primer lugar al mundo de la educación católica, que tiene un papel relevante en el sistema de instrucción de ese país. En un autentico clima de familia hablé a los educadores, recordando la importancia de la fe en la formación de ciudadanos maduros y responsables. A los numerosos adolescentes y jóvenes, que me acogieron con alegría y entusiasmo, les propuse que no persigan objetivos limitados, contentándose con elecciones cómodas, sino de apuntar hacia algo más grande, es decir, la búsqueda de la verdadera felicidad que se encuentra sólo en Dios. En la cita siguiente con los responsables de las demás religiones mayormente presentes en el Reino Unido, recordé la ineludible necesidad de un diálogo sincero, que necesita el respeto del principio de reciprocidad para que sea plenamente fructífero. Al mismo tiempo, puse de manifiesto la búsqueda de lo sagrado como terreno común a todas las religiones sobre el que reforzar la amistad, la confianza y la colaboración.

La visita fraternal al Arzobispo de Canterbury fue la ocasión para reafirmar el compromiso común de dar testimonio del mensaje cristiano que une a católicos y anglicanos. Fue seguido por uno de los momentos más significativos del viaje apostólico: el encuentro en el gran salón del Parlamento británico con personalidades institucionales, políticas, diplomáticas, académicas, religiosas, representantes del mundo cultural y empresarial. En ese lugar tan prestigioso subrayé que la religión, para los legisladores, no debe representar un problema que resolver, sino un factor que contribuye de forma vital al camino histórico y al debate público de la nación, en particular al recordar la importancia esencial del fundamento ético para las decisiones en los diversos sectores de la vida social.

En ese mismo clima solemne, me dirigí después a la Abadía de Westminster: por primera vez un Sucesor de Pedro en el lugar de culto símbolo de las antiquísimas raíces cristianas del país. El rezo de la oración de las Vísperas, junto a las diversas comunidades cristianas del Reino Unido, representó un momento importante en las relaciones entre la Comunidad católica y la Comunión anglicana. Cuando veneramos juntos la tumba de san Eduardo el confesor, mientras el coro cantaba: Congregavit nos in unum Christi amor, alabó a Dios, que nos conduce en el camino de la unidad plena.

En la mañana del sábado, la cita con el Primer Ministro abrió la serie de encuentros con los mayores representantes del mundo político británico. Fue seguida de la celebración eucarística en la catedral de Westminster, dedicada a la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor. Fue un extraordinario momento de fe y de oración – que puso de manifiesto la rica y preciosa tradición de música litúrgica “romana” e “inglesa” – a la que tomaron parte los diversos componentes eclesiales, espiritualmente unidas a las multitudes de creyentes de la larga historia cristiana de esa tierra. Es grande mi alegría por haber encontrado un gran número de jóvenes que participaban en la Santa Misa desde el exterior de la catedral. Con su presencia llena de entusiasmo y a la vez atenta y ansiosa, demostraron querer ser los protagonistas de una nueva etapa de valiente testimonio, de solidaridad con los hechos, de generoso compromiso al servicio del Evangelio.

En la Nunciatura Apostólica me encontré con algunas víctimas de abusos por parte de miembros del clero y de religiosos. Fue un momento intenso de conmoción y de oración. Poco después, me encontré también con un grupo de profesionales y voluntarios responsables de la protección de los niños y de los jóvenes en los ambientes eclesiales, un aspecto particularmente importante y presente en el compromiso pastoral de la Iglesia. Les di las gracias y les animé a continuar su trabajo, que se inserta en la larga tradición de la Iglesia de cuidado por el respeto, la educación y la formación de las nuevas generaciones. Siempre en Londres, visité el asilo de ancianos que regentan las Hermanitas de los Pobres, con la preciosa aportación de numerosas enfermeras y voluntarios. Esta estructura de acogida es signo de la gran consideración que la Iglesia ha tenido siempre por el anciano, como también expresión del compromiso de los católicos británicos en el respeto a la vida sin tener en cuenta la edad o las condiciones.

Como decía, el culmen de mi visita al Reino Unido fue la beatificación del cardenal John Henry Newman, ilustre hijo de Inglaterra. Ésta fue precedida y preparada por una vigilia especial de oración que tuvo lugar el sábado por la noche en Londres, en el Hyde Park, en una atmósfera de profundo recogimiento. A la multitud de los fieles, especialmente los jóvenes, quise volver a proponer la luminosa figura del cardenal Newman, intelectual y creyente, cuyo mensaje espiritual se puede resumir en el testimonio de que el camino del conocimiento no es cerrazón en el propio “yo”, sino que es apertura, conversión y obediencia a Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. El rito de beatificación tuvo lugar en Birmingham, durante la solemne Celebración eucarística dominical, con la presencia de una gran muchedumbre procedente de toda Gran Bretaña y de Irlanda, con representaciones de muchos otros países. Este impresionante acontecimiento ha puesto aún más de relieve a un erudito de gran talla, un insigne escritor y poeta, un sabio hombre de Dios, cuyo pensamiento iluminó muchas conciencias y que aún hoy ejerce una fascinación extraordinaria. Que en él, en particular, se inspiren los creyentes y las comunidades eclesiales del Reino Unido, para que también en nuestros días esa noble tierra siga produciendo frutos abundantes de vida evangélica.

El encuentro con la Conferencia Episcopal de Inglaterra y Gales y con la de Escocia concluyó una jornada de gran fiesta y de intensa comunión de corazones para la comunidad católica en Gran Bretaña.

Queridos hermanos y hermanas, en esta visita mía al Reino Unido, como siempre quise sostener en primer lugar a la comunidad católica, animándola a trabajar sin descanso para defender las verdades morales inmutables que, retomadas, iluminadas y confirmadas por el Evangelio, están a la base de una sociedad verdaderamente humana, justa y libre. He querido también hablar al corazón de todos los habitantes del Reino Unido, sin excluir a nadie, de la verdadera realidad del hombre, de sus necesidades más profundas, de su destino último. Al dirigirme a los ciudadanos de ese país, encrucijada de la cultura y de la economía mundial, tuve presente a todo Occidente, dialogando con las razones de esta civilización y comunicando la perenne novedad del Evangelio, de la que ésta está impregnada. Este viaje apostólico ha confirmado en mí una convicción profunda: las antiguas naciones de Europa tienen un alma cristiana, que constituye una unidad con el “genio” y la historia de los respectivos pueblos, y la Iglesia no deja de trabajar para mantener continuamente en pie esta tradición espiritual y cultural.

El beato John Henry Newman, cuya figura y escritor conservan aún una actualidad extraordinaria, merece ser conocido por todos. Que él sostenga los propósitos y los esfuerzos de los cristianos para “difundir en todas partes el perfume de Cristo, para que toda su vida sea sólo una irradiación de la suya”, como escribía sabiamente en su libro Irradiar a Cristo.

[Llamamiento]

En esta semana tiene lugar en Viena la reunión plenaria de la Comisión Mixta Internacional para el Diálogo Teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto. El tema de la actual fase de estudio es el papel del obispo de Roma en la comunión de la Iglesia universal, con particular referencia al primer milenio de la historia cristiana. La obediencia a la voluntad del Señor Jesús, y la consideración de los grandes desafíos que hoy se presentan ante el cristianismo, nos obligan a comprometernos seriamente en la causa del restablecimiento de la plena comunión entre las Iglesias. Exhorto a todos a rezar intensamente por los trabajos de la Comisión y por un continuo desarrollo y consolidación de la paz entre los bautizados, para que podamos dar al mundo un testimonio evangélico cada vez más auténtico".

El Papa: Maravillosa catequesis sobre Santa Clara de Asis, esposa de Cristo, imagen de todos los cristianos enamorados de Cristo

BENEDICTO XVI: SANTA CLARA DE ASÍS, ESPOSA DE CRISTO


Hoy en la audiencia general


CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 15 de septiembre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa Benedicto XVI dirigió hoy a los peregrinos reunidos en el Aula Pablo VI del Vaticano para la audiencia general, tras la cual el Pontífice regresó a Castel Gandolfo.

* * * * *

Queridos hermanos y hermanas,

una de las santas más amadas es sin duda santa Clara de Asís, vivida en el siglo XIII, contemporánea de san Francisco. Su testimonio nos muestra cómo toda la Iglesia es deudora a mujeres valientes y ricas de fe como ella, capaces de dar un decisivo impulso para la renovación de la Iglesia.

¿Quién era por tanto Clara de Asís? Para responder a esta pregunta poseemos fuentes seguras: no sólo las antiguas biografías, como la de Tomás de Celano, sino también las Actas del proceso de canonización promovido por el Papa sólo pocos meses después de la muerte de Clara, y que contiene los testimonios de aquellos que vivieron junto a ella durante mucho tiempo.

Nacida en 1193, Clara pertenecía a una familia aristocrática y rica. Renunció a la nobleza y a la riqueza para vivir pobre y humilde, adoptando la forma de vida que Francisco de Asís proponía. Aunque sus parientes, como sucedía entonces, estaban proyectando un matrimonio con algún personaje de importancia, Clara, a los 18 años, con un gesto audaz inspirado por el profundo dese de seguir a Cristo y por la admiración por Francisco, dejó la casa paterna y, en compañía de una amiga suya, Bona di Guelfuccio, alcanzó secretamente a los frailes menores en la pequeña iglesia de la Porciúncula. Era la tarde del Domingo de Ramos de 1211. Ante la conmoción general, se realizó un gesto altamente simbólico: mientras sus compañeros tenían en la mano antorchas encendidas, Francisco le cortó el cabello y Clara vistió un basto hábito penitencial. Desde aquel momento se había convertido en la virgen esposa de Cristo, humilde y pobre, y se consagraba a Él totalmente. Como Clara y sus compañeras, innumerables mujeres en el transcurso de la historia han sido fascinadas por el amor por Cristo que, en la belleza de su Divina Persona, llena sus corazones. Y la Iglesia entera, por medio de la vocación nupcial mística de las vírgenes consagradas, muestra lo que será para siempre: la Esposa bella y pura de Cristo.

En una de las cuatro cartas que Clara envió a santa Inés de Praga, la hija del rey de Bohemia, que quiso seguir sus huellas, habla de Cristo, su amado Esposo, con expresiones nupciales, que pueden sorprender, pero que conmueven: “Amándolo, sois casta, tocándolo, seréis más pura, dejándoos poseer por él sois virgen. Su poder es más fuerte, su generosidad más elevada, su aspecto más bello, el amor más suave y toda gracia más fina. Ahora estáis estrechada entre sus brazos por él, que ha adornado vuestro pecho de piedras preciosas... y os ha coronado con una corona de oro marcada con el signo de la santidad” (Carta primera: FF, 2862).

Sobre todo al principio de su experiencia religiosa, Clara tuvo en Francisco de Asís no sólo un maestro cuyas enseñanzas seguir, sino también un amigo fraterno. La amistad entre estos dos santos constituye un aspecto muy bello e importante. De hecho, cuando dos almas puras e inflamadas por el mismo amor por Dios se encuentran, sacan de su amistad recíproca un estímulo fortísimo para recorrer la vía de la perfección. La amistad es uno de los sentimientos humanos nobles y elevados que la Gracia divina purifica y transfigura. Como san Francisco y santa Clara, también otros santos vivieron una profunda amistad en el camino hacia la perfección cristiana, como san Francisco de Sales y santa Juana Francisca de Chantal. Y es precisamente san Francisco de Sales quien escribe: “Es hermoso poder amar en la tierra como se ama en el cielo, y aprender a quererse en este mundo como haremos eternamente en el otro. No hablo aquí del simple amor de caridad, porque éste debemos tenerlo por todos los hombres; hablo de la amistad espiritual, en el ámbito de la cual, dos, tres o más personas se intercambian la devoción, los afectos espirituales, y llegan a ser realmente un solo espíritu” (Introducción a la vida devota III, 19).

Tras haber transcurrido un periodo de algunos meses en otras comunidades monásticas, resistiendo a las presiones de sus familiares que al principio no aprobaban su elección, Clara se estableció con sus primeras compañeras en la iglesia de san Damián, donde los frailes menores habían preparado un pequeño convento para ellas. En ese monasterio vivió durante más de cuarenta años hasta su muerte, que tuvo lugar en 1253. Nos ha llegado una descripción de primera mano de cómo vivían estas mujeres en aquellos años, en los inicios del movimiento franciscano. Se trata del informe lleno de admiración de un obispo flamenco de visita en Italia, Santiago de Vitry, el cual afirma haber encontrado un gran número de hombres y mujeres, de toda clase social, que “dejando todo por Cristo, huían del mundo. Se llamaban frailes menores y hermanas menores y son tenidos en gran consideración por el señor Papa y por los cardenales… Las mujeres... moran juntas en diversos hospicios no lejanos de las ciudades. No reciben nada, sino que viven del trabajo de sus propias manos. Y les duele y les turba profundamente porque son honradas más de lo que quisieran, por clérigos y laicos” (Carta de octubre de 1216: FF, 2205.2207).

Santiago de Vitry había captado con perspicacia un rasgo característico de la espiritualidad franciscana a la que Clara fue muy sensible: la radicalidad de la pobreza asociada a la confianza total en la Providencia divina. Por este motivo, ella actuó con gran determinación, obteniendo del papa Gregorio IX o, probablemente, ya del papa Inocencio III, el llamado Privilegium Paupertatis (cfr FF, 3279). En base a éste, Clara y sus compañeras de san Damián no podían poseer ninguna propiedad material. Se trataba de una excepción verdaderamente extraordinaria respecto al derecho canónico vigente y las autoridades eclesiásticas de aquel tiempo lo concedieron apreciando los frutos de santidad evangélica que reconocían en la forma de vivir de Clara y de sus hermanas. Esto demuestra también que en los siglos medievales, el papel de las mujeres no era secundario, sino considerable. A propósito de esto, es oportuno recordar que Clara fue la primera mujer en la historia de la Iglesia que compuso una Regla escrita, sometida a la aprobación del Papa, para que el carisma de Francisco de Asís se conservara en todas las comunidades femeninas que se iban estableciendo en gran número ya en sus tiempos, y que deseaban inspirarse en el ejemplo de Francisco y de Clara.

En el convento de san Damián Clara practicó de modo heroico las virtudes que deberían distinguir a cada cristiano: la humildad, el espíritu de piedad y de penitencia, la caridad. Aún siendo la superiora, ella quería servir en primera persona a las hermanas enfermas, sometiéndose también a tareas humildísimas: la caridad, de hecho, supera toda resistencia y el que ama realiza todo sacrificio con alegría. Su fe en la presencia real de la Eucaristía era tan grande que en dos ocasiones se comprobó un hecho prodigioso. Solo con la ostensión del Santísimo Sacramento, alejó a los soldados mercenarios sarracenos, que estaban a punto de agredir el convento de san Damián y de devastar la ciudad de Asís.

También estos episodios, como otros milagros, de los que se conservaba memorial, empujaron al papa Alejandro IV a canonizarla sólo dos años después de su muerte, en 1255, trazando un elogio de ella en la Bula de canonización en la que leemos: “Cuán vívida es la fuerza de esta luz y cuán fuerte es la claridad de esta fuente luminosa. En verdad, esta luz estaba encerrada en el escondite de la vida claustral, y fuera irradiaba resplandores luminosos; se recogía en un pequeño monasterio, y fuera se expandía por todo el vasto mundo. Se custodiaba dentro y se difundía fuera. Clara de hecho se escondía; pero su vida se revelaba a todos. Clara callaba, pero su fama gritaba” (FF, 3284). Y es precisamente así, queridos amigos: son los santos los que cambian el mundo a mejor, lo transforman de forma duradera, inyectándole las energías que sólo el amor inspirado por el Evangelio puede suscitar. Los santos son los grandes benefactores de la humanidad!

La espiritualidad de santa Clara, la síntesis de su propuesta de santidad está recogida en la cuarta carta a santa Inés de Praga. Santa Clara utiliza una imagen muy difundida en la Edad Media, de ascendencias patrísticas, el espejo. E invita a su amiga de Praga a mirarse en ese espejo de perfección de toda virtud que es el mismo Señor. Escribe: “Feliz ciertamente aquella a la que se le concede gozar de esta sagrada unión, para adherirse con lo profundo del corazón [a Cristo], a aquel cuya belleza admiran incesantemente todas las beatas multitudes de los cielos, cuyo afecto apasiona, cuya contemplación restaura, cuya benignidad sacia, cuya suavidad colma, cuyo recuerdo resplandece suavemente, a cuyo perfume los muertos volverán a la vida y cuya visión gloriosa hará bienaventurados a todos los ciudadanos de la Jerusalén celeste. Y dado que él es esplendor de la gloria, candor de la luz eterna y espejo sin mancha, mira cada día este espejo, oh reina esposa de Jesucristo, y escruta en él continuamente tu rostro, para que puedas adornarte así toda por dentro y por fuera... en este espejo resplandecen la bienaventurada pobreza, la santa humildad y la inefable caridad” (Carta cuarta: FF, 2901-2903).

Agradecidos a Dios que nos da a los santos que hablan a nuestro corazón y nos ofrecen un ejemplo de vida cristiana a imitar, quisiera concluir con las mismas palabras de bendición que santa Clara compuso para sus hermanas y que aún hoy las Clarisas, que llevan a cabo un precioso papel en la Iglesia con su oración y con su obra, custodian con gran devoción. Son expresiones de las que surge toda la ternura de su maternidad espiritual: “Os bendigo en mi vida y después de mi muerte, como puedo y más de cuanto puedo, con todas las bendiciones con las que el Padre de las misericordias bendice y bendecirá en el cielo y en la tierra a sus hijos e hijas, y con las cuales un padre y una espiritual bendice y bendecirá a sus hijos y a sus hijas espirituales. Amen” (FF, 2856).

[Tras los saludos]

Deseo ahora saludar con particular afecto a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Hagamos hoy memoria de la Beata Virgen María de los Dolores, que con fe permaneció junto a la cruz de su Hijo. Queridos jóvenes, no tengáis miedo de permanecer también vosotros como María junto a la Cruz. El Señor os infundirá el valor para superar todo obstáculo en vuestra existencia cotidiana. Y que vosotros, queridos enfermos, podáis encontrar en María consuelo y apoyo para aprender del Señor Crucificado el valor salvífico del sufrimiento. Vosotros, queridos recién casados, dirigíos con confianza en los momentos de dificultad a la Virgen de los Dolores, que os ayudará a afrontarlos con su intercesión maternal.

[Llamamiento]

Sigo con preocupación los acontecimientos que han tenido lugar en estos días en varias regiones de Asia meridional, especialmente en India, en Paquistán y en Afganistán. Rezo por las víctimas y pido que el respeto de la libertad religiosa y la lógica de la reconciliación y de la paz prevalezcan sobre el odio y sobre la violencia.

[Traducción del original en italiano por Inma Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]