Tuve recientemente el gusto de conocer a Suzanne y Jim Broski. Como otros miles de esposos los Broski tienen un enraizado amor a la fe y una gran devoción al trabajo de la Iglesia. Sin embargo, hay algo que hace que sus circunstancias sean muy particulares: los Broski son los nuevos consejeros del estado de Colorado de la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén, más conocidos como los Caballeros del Santo Sepulcro. Vinieron a presentarse a la vez que a describir el buen trabajo que hacen estos Caballeros para aliviar el drama de los cristianos en Tierra Santa.
El título de Caballero es una institución con muy profundas raíces en la memoria de la Iglesia. Hace cerca de 900 años el gran San Bernardo de Claraval describía el ideal del caballero cristiano como el de hombres de Dios que “desprecian cualquier exceso en el vestir o comer. Viven como hermanos en sobria y alegre compañía con un solo corazón y una sola alma… no hay distinción de personas entre ellos y la deferencia se ofrece en base al mérito más que a la nobleza de la sangre. Compiten unos con otros en mutuo respeto y llevan mutuamente sus cargas cumpliendo así la ley de Cristo”.
Bernardo nunca fue un ingenuo. Al escribir a inicios del Siglo XII, era muy consciente de la avaricia, vanidad y violencia que muy frecuentemente motivaba a la clase guerrera europea, incluso bajo el nombre de la fe religiosa. Sin embargo, escribió en una época en que grandes poblaciones cristianas aún existían en el Oriente Medio y sufrían discriminación y persecución bajo la conquista armada de los musulmanes. En efecto un detonante de las cruzadas medievales, que se iniciaron durante la época de Bernardo, fue el acoso de los cristianos que peregrinaban a los santos lugares en lo que hoy conocemos como Israel y Palestina.
Muchos de los Cruzados que se movilizaron para la liberación de Tierra Santa lo hicieron con un genuino celo por la cruz. La Europa de la Edad Media era un continente donde la fe cristiana animaba cada aspecto de la vida diaria. Pero Bernardo también sabía que muchos otros que marcharon en las Cruzadas tenían motivos impuros o incluso malos. En su gran tratado “En Homenaje a los Nuevos Caballeros” (c. 1136), delineó las virtudes que deberían informar la vocación de cualquier caballero auténticamente cristiano: humildad, austeridad, justicia, obediencia, generosidad e incuestionable celo por Jesucristo al defender la Iglesia, los pobres y los débiles.
La vida de hoy puede parecer muy diferente a la vida del Siglo XII pero la naturaleza humana, nuestras necesidades, nuestras esperanzas fundamentales, anhelos, ansiedades y sufrimientos, no han cambiado. La vocación cristiana sigue siendo la misma: seguir a Jesucristo fielmente y al seguirlo defender la Iglesia de Cristo y servir a su pueblo celosa y generosamente, y con todas nuestras capacidades. Como escribió San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales –y recuerden que el mismo Ignacio fue un ex-soldado– cada uno de nosotros debe escoger entre dos formas de batallas: la forma de Jesucristo, Verdadero Rey de la humanidad, o la de su impostor, el príncipe de este mundo. No hay terreno neutral.
Éste es mi punto: la Iglesia necesita hombres y mujeres valientes, hombres y mujeres de Dios, ahora más que en ningún otro tiempo de su historia; y ésta es la razón por la que el ideal católico caballeresco, con sus exigencias de discipulado radical está profundamente vivo y es todavía urgentemente necesario. Ya sea que alguno pertenezca a las maravillosas órdenes de servicio fraternal como los Caballeros de Colón o los Caballeros de San Pedro Claver, a una Orden Caballeresca histórica como los Caballeros del Santo Sepulcro o los Caballeros de Malta; o a algunas de las Órdenes Caballerescas de la Santa Sede como los Caballeros de San Gregorio Magno; la esencia caballeresca es la misma: el servicio sacrificial enraizado en la vivencia de la fe católica.
Ese espíritu caballeresco está al alcance de todos nosotros. Es una vocación para el que fue hecho todo cristiano y nunca pasará de moda.