DISCERNERE

Uno sguardo profetico sugli eventi

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La invención de Palestina. Por Horacio Vázquez-Rial

Los palestinos, tal como se conoce hoy a los pobladores árabes del territorio aledaño a Israel, Jordania y Egipto, existen desde 1967. El nombre de Palestina –en concreto, Siria Palestina– se deriva, por decisión del emperador Adriano, que reinó entre 117 y 138 d. C., del de los filisteos, pueblo que había desaparecido alrededor del 500 a. C.

El propósito imperial era el de eliminar el nombre de Judea de la topografía después de la segunda guerra judeo-romana, o rebelión de Bar Kojba. Tras la destrucción del Templo, en el año 70, y de las batallas que se sucedieron hasta el 73, Roma estableció en Judea una legión (la X Fretensis) para impedir cualquier conato de subversión. La dirección política y religiosa de los judíos quedó en manos del Sanedrín (clandestino e itinerante por entonces). Pero ninguna de esas medidas bastó para contener las ansias de libertad del pueblo hebreo, incrementadas por el propósito de Adriano de fundar una nueva ciudad, la Aelia Capitolina, sobre las ruinas de Jerusalem (destruida por las tropas de Tito en el 70), y por los decretos del emperador que prohibían la circuncisión y la santidad del sabbath.

Bar Kojba, a quien algunos consideraban el Mesías, tuvo éxito inicialmente. El hombre gobernó de manera integral durante más de dos años un Estado judío: llegó incluso a acuñar moneda. Adriano reaccionó y reunió en Judea varias legiones, más de las que había convocado Tito en el 70. Logró sitiar y derrotar a Bar Kojba en la fortaleza de Betar. Hay diferentes estimaciones, pero es seguro que perecieron más de 500.000 judíos en aquella guerra (proporcionalmente, para la población de la época, más que en los campos nazis). Los que no murieron, se exiliaron o se convirtieron en esclavos.

Según Dion Casio, 50 ciudades fortificadas y 985 aldeas fueron arrasadas: Adriano pretendía acabar con la identidad judía. Prohibió la Torá y el calendario judío e hizo asesinar a estudiosos y eruditos. Los rollos sagrados fueron quemados solemnemente en el Monte del Templo, donde se instalaron una estatua de Adriano y otra de Júpiter. Fue entonces cuando rebautizó Judea como Palestina y pretendió erigir Aelia Capitolina sobre las ruinas de Jerusalem, ciudad a la que los judíos tenían prohibida la entrada. La vida judía tuvo entonces su centro en Babilonia; hasta que, en el siglo IV, Constantino permitió el ingreso, una vez al año, de los hebreos en su ciudad sagrada para que conmemoraran su derrota ante el Muro Occidental.

Sabemos que para la época de las Cruzadas la vida judía había retornado a la zona, y que Jerusalem había vuelto a ser Jerusalem, si bien ya era codiciada por los musulmanes.

En una página de excepcional valor: http://www.imninalu.net/myths-pals1.htm, puede el lector disponer de una serie de citas de personajes célebres, en su mayoría cristianos, que en los siglos posteriores visitaron lo que solía llamarse (con inusual precisión) Tierra Santa. No me resisto a transcribirlas:

En 1590 un "simple visitante inglés"´ en Jerusalem escribió: "Nada allí es interesante, excepto un poco de las viejas murallas que aún permanecen, todo el resto es matas, espinos y cardos".

En 1844, en De Jaffa a Jerusalem, William Thackeray anotó: "Luego entramos en el distrito montañoso, y nuestros pasos se sentían sobre el lecho seco de un antiguo torrente, cuyas aguas deben [de] haber sido abundantes en el pasado, así como la tenaz y turbulenta raza que una vez habitó esos salvajes montes. Debe [de] haber existido algún cultivo unos dos mil años atrás. Las montañas, o grandes montes rocosos que circundan este pasaje rústico, tienen crestas sobre sus laderas hasta la cima; en estas terrazas paralelas hay aún algo de suelo verde: cuando el agua fluía aquí, y el país era habitado por esa extraordinaria población que, según las Sacras Historias, era numerosa en la región, estas terrazas de montaña deben [de] haber sido jardines y viñedos, como los que vemos hoy a lo largo de las costas del Rin. Ahora el distrito es completamente desértico, y se lo recorre entre lo que parecen haber sido muchas cascadas petrificadas. No vimos animales en aquel paisaje rocoso; escasamente una docena de pequeñas aves durante todo el recorrido".

En 1857, el cónsul británico James Finn escribió: "El país está considerablemente despoblado de habitantes y por lo tanto su mayor necesidad es de presencia humana".

Diez años más tarde, Mark Twain escribirá, en The Innocents Abroad: "No hay ni una aldea solitaria a través de toda la extensión [del valle de Jezreel, en Galilea]; no por treinta millas en cualquier dirección (...) Uno puede recorrer diez millas en la región sin ver un alma viva. Para experimentar el tipo de soledad que causa tristeza, ven a Galilea (...) Nazaret es abandono (...) Jericó yace en desolada ruina (...) Bethlehem [Belén] y Bethania, en su pobreza y humillación (...) desposeídas de toda criatura viviente (...) Una región desolada cuyo suelo es rico, pero completamente despojado de todo (...) una expansión silenciosa, lúgubre (...) una desolación (...) Nunca vimos un ser humano en todo el recorrido (...) Difícilmente se ve un árbol o un arbusto en algún lado. Incluso el olivo y el cactus, aquellos amigos del suelo árido e indigno, han desertado (...) Palestina yace en silicio y cenizas (...) desolada".

La vida judía no se había interrumpido, sin embargo, en Jerusalem, cuando a finales del siglo XIX Herzl y otros iniciaron el proyecto sionista. Pero aquello era al principio un erial, deshabitado durante siglos. Para comprender con plenitud el proceso que se llevó a cabo para construir una nación en ese territorio terriblemente hostil recomiendo las obras de dos grandes escritores españoles: Israel, una resurrección, de Julián Marías, publicado en Buenos Aires en 1968 por la editorial Columba, e Israel, 1957, de Josep Pla (Destino, Barcelona, 2002).

Cuando, en 1948, se creó el Estado de Israel en la parte del territorio que correspondía a los judíos de acuerdo con el Decreto de Partición, no fueron los palestinos, que no existían, los que se opusieron y prometieron arrojar a los hebreos al mar, sino la Liga Árabe.

En 1970 Arafat explicó a la periodista Oriana Fallaci: "La cuestión de las fronteras no nos interesa (...) Desde el punto de vista árabe, Palestina no es más que una gota en un enorme océano. Nuestra nación es la nación árabe, que se extiende desde el Océano Atlántico [sic] hasta el Mar Rojo y más allá. La OLP combate a Israel en nombre del panarabismo. Lo que usted llama Jordania no es más que Palestina.

En 1977 Zahir Muhsein, portavoz y miembro de la dirección de la OLP en representación de la organización Al Saiqa, declaró en una entrevista con el diario holandés Trouw:

El pueblo palestino no existe. La creación de un Estado palestino es sólo un medio para proseguir nuestra lucha contra el Estado de Israel por nuestra unidad árabe. En realidad, actualmente no hay diferencias entre jordanos, palestinos, sirios y libaneses. Sólo por razones políticas y tácticas hablamos de la existencia de un pueblo palestino, puesto que los intereses nacionales árabes exigen que postulemos la existencia de un "pueblo palestino" diferenciado para oponerse al sionismo. Jordania, que es el Estado soberano que definió fronteras, no puede reclamar Haifa y Jaffa. En tanto que palestino, puedo sin duda reclamar Haifa, Jaffa, Beer-Sheva y Jerusalem. Sin embargo, desde el momento en que reclamamos nuestros derechos sobre toda Palestina, no perderemos un minuto en unir Palestina y Jordania.

No era, no obstante, algo nuevo. En 1956 Ahmed Shukari, embajador de la Liga Árabe ante la ONU, había expresado con contundencia:

Una creación como Palestina no existe en absoluto. Esa tierra no es nada más que la parte meridional de la Gran Siria.

Fiel a la tradición racista que le llevó a perpetrar la matanza de Hebrón de 1929 y otros pogromos masivos en años sucesivos, fiel a la vieja amistad que le unió a Hitler y le llevó a organizar para él la 13ª División de Montaña SS Handschar (favor devuelto por el Führer con el asesinato de 400.000 judíos que en principio iban a ser enviados a Palestina), en 1947 el muftí de Jerusalem, Amin el Husseini, tío de Arafat, dijo ante el comité especial de la ONU para Israel:

Una consideración adicional de gran importancia para el mundo árabe es la uniformidad racial. Los árabes vivieron en una amplia faja que se extiende desde el Mar Mediterráneo hasta el Océano Índico. Hablan una lengua y comparten historia, tradiciones y aspiraciones comunes. Su unidad fue el sólido fundamento para la paz en una de las más importantes y delicadas regiones del mundo. Por esta razón no tiene sentido que las Naciones Unidas faciliten el establecimiento de una entidad extranjera en el interior de arraigada unidad.

La uniformidad racial es dudosa, y, por supuesto, Husseini hablaba a conciencia de que en el llamado mundo árabe conviven muchas otras etnias y lenguas: véase el caso de Egipto, al que Nasser denominó República Árabe, donde conviven decenas de razas diferentes y hay una cantidad notable de nubios, etíopes, bereberes, bejas, etc., y donde no todos hablan el dialecto árabe oficial. El verdadero factor de unidad era y es el islam.

Entonces, cuando hablamos de paz, ¿de qué paz hablamos? ¿Entre quién y quién? Es obvio que el señor Abbas habla en nombre de unos 1.300 millones de musulmanes y Netanyahu lo hace en nombre de cerca de ocho millones de israelíes, de los cuales unos siete son judíos. En todo el mundo hay entre 13 y 14 millones de judíos, no todos partidarios de la preservación del Estado de Israel: la mitad no vive allí, y de esa mitad una amplia proporción está decididamente secularizada y asimilada en otros países. Pero aun cuando los 13 o 14 millones constituyesen una unidad comparable a la musulmana, toca a un judío por cada cien musulmanes.

www.vazquezrial.com

Difusion: www.porisrael.org

DIOS, EL REY Y EL JUICIO DE TOMÁS MORO

Comentario al discurso del Papa ante el Parlamento británico


Por William Newton

TRUMAU, Austria, 22 septiembre 2010 (ZENIT.org).- Es conocido el dicho de Mark Twain de que la historia no se repite, pero a veces rima. El pasado viernes, en Westminster Hall, Londres, se produjo una de estas ocasiones.

En este edificio, en julio de 1535, santo Tomás Moro fue condenado a muerte por traición, al no reconocer la autoridad suprema del soberano temporal, el Rey, sobre la autoridad de la Iglesia y sobre el Papa.

Han tenido que pasar quinientos años para que el viernes de la semana pasada John Bercow, sucesor de santo Tomás Moro como presidente de la Cámara Baja, diera la bienvenida al sucesor del Papa Clemente VII, al dirigirse al Parlamento Británico reunido.

Benedicto era plenamente consciente del significado de la ocasión y no tuvo reparos en recordar a los parlamentarios reunidos lo que estaba en juego en el juicio de santo Tomás Moro. Benedicto señaló que “el dilema que tuvo que afrontar Moro en aquellos difíciles tiempos” fue “la perenne cuestión de la relación entre lo que pertenece al César y lo que es de Dios”.

El objetivo del discurso de Benedicto XVI –y uno de los significados de toda su visita al Reino Unido- era, por consiguiente, “reflexionar… sobre el espacio adecuado de la creencia religiosa dentro del proceso político”.

Benedicto XVI señaló que “los interrogantes fundamentales en juego en el juicio de Moro siguen presentándose hoy” y entre estas cuestiones la más importante es esta: “¿Apelando a qué autoridad se pueden resolver los dilemas morales?”

Moro, y todos los hombres y mujeres de su tiempo en Inglaterra, fueron obligados –bajo pena de muerte- a preguntar y responder a este interrogante: ¿Sobre qué base se puede decidir la cuestión moral del divorcio y el nuevo casamiento? ¿Cuál fue el fundamento de la opinión de quien tenía el poder político (rey Enrique VIII), y en qué se basaban los principios morales perennes, defendidos por la Iglesia?

Fundamentos

Ha cambiado mucho en Inglaterra desde el punto de vista político en los quinientos años que siguieron pero la cuestión permanece: ¿Hay algunas bases éticas de la sociedad civil y política que sencillamente no pueden ser cambiadas por quienes ejercen el poder, incluso si el poder es democrático?

La respuesta de Benedicto XVI es, por supuesto, sí, porque “si los principios morales que sustentan el proceso democrático no se determinan por algo más sólido que el consenso social, la fragilidad del proceso [democrático] se hace demasiado evidente”.

Aquí, sin duda, el Santo Padre piensa, entre otras cosas, en las leyes antivida aprobadas por el Parlamento Británico y otras democracias de recientes décadas, al dictado del “consenso social” pero contrarias al bien verdadero de la sociedad.

Benedicto XVI no mencionó directamente el aborto, la eutanasia y la experimentación con embriones, pero dió otro ejemplo del sacrificio de los fundamentos morales de la sociedad. Refiriéndose a la actual crisis financiera global, recordó a su audiencia que esto demuestra a la sociedad lo que puede esperarse cuando los fundamentos éticos se sacrifican al interés privado y al pragmatismo.

Afirmó que “hay un amplio consenso de que la falta de un sólido fundamento ético en la actividad económica ha contribuído a las graves dificultades [económicas] que experimentan hoy millones de personas en todo el mundo”.

Insistiendo en este punto, recordó a los parlamentarios “uno de los logros especialmente notables del Parlamento británico”, la abolición del comercio de esclavos. El Santo Padre indicó que la campaña que condujo a esta legislación que marcó un hito, se construyó “no sobre el terreno cambiante de la opinión pública” (de hecho la población se mantenía como mucho ambivalente), sino “sobre principios éticos firmes, arraigados en la ley natural” y, se podría añadir, liderados por cristianos dedicados a ello tales como William Wilberforce.

Tras esta afirmación, Benedicto XVI trató sobre la réplica obvia: “¿Dónde se puede encontrar el fundamento ético de las decisiones políticas?”. Respondió señalando que “las normas objetivas que gobiernan la acción correcta son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación”. En contra de las afirmaciones del relativismo, la razón humana puede conocer lo que es verdad y lo que es correcto. Aquí, por supuesto, se refiere a nada menos que la ley natural.

Luz que guía

Por lo tanto, si las normas morales objetivas pueden ser conocidas por la humana razón, incluso sin revelación, ¿cuál es el papel de la religión, y especialmente la fe cristiana, en la sociedad? No consiste, afirmó Benedicto, en suplir estas normas morales y, por supuesto, no en ofrecer un anteproyecto para estructurar la política y la vida económica de un país. Más bien, “ayuda a purificar y arrojar luz sobre la aplicación de la razón para el descubrimiento de principios morales objetivos”.

De acuerdo con esto, es, en muchos casos, un papel “correctivo”, lo que significa que ayuda a guiar a la razón en su búsqueda de normas morales y su concreta aplicación, una guía que se necesita porque el pecado a menudo dificulta a la razón en su búsqueda de la verdad. El Santo Padre advirtió que “sin el correctivo proporcionado por la religión… la razón [también] puede ser presa de distorsiones, como cuando es manipulada por la ideología, o aplicada en un modo parcial que no tiene en cuenta la dignidad de la persona humana”.

Benedicto XVI recordó a su audiencia que “este mal empleo de la razón... fue el que situó el comercio de esclavos en el primer lugar”, cuando este comercio se fundó sobre la negación de principios morales que la sola razón debería haber afirmado, por ejemplo la igualdad de todos los hombres y su inherente dignidad.

El Papa señaló que esta función “correctiva” de la fe y la revelación no es siempre acogida en muchas sociedades democráticas actuales. Admitió que a veces hay buenas razones para ello. Aquí, se refirió al sectarismo y fundamentalismo, que calificó de fe religiosa privada de razón.

La cuestión es que la razón necesita a la fe, y la fe a la razón: “Hay un proceso en dos direcciones”. Siendo este el caso, Benedicto XVI pidió a su audiencia –hombres y mujeres con poder político en el Reino Unido- hacer lo que puedan para asegurar “un diálogo profundo y coninuado” entre “el mundo de la racionalidad secular y el mundo de la fe religiosa” para “el bien de nuestra civilización”.

A la luz de la importancia crítica de este diálogo entre razón y fe, Benedicto XVI dijo que no puede sino “expresar [su] preocupación por la creciente marginación de la religión, especialmente el cristianismo, que se está produciendo” en muchos países, incluído el Reino Unido.

Se refirió también a “signos preocupantes de una falta de aprecio… de los derechos de los creyentes a la libertad de conciencia y de religión”. Aquí, sin duda, pensaba en las recientemente establecidas leyes (llamadas) antidiscriminatorias aprobadas en el Parlamento Británico que, entre otras cosas, dan derechos exagerados a las personas homosexuales (incluyendo el derecho de adopción) a expensas de la libertad religiosa. Las agencias de adopción católicas han sido obligadas a plegarse a esto o cerrar.

Silencio

El Papa señaló también que “hay quienes querrían defender que la voz de la religión sea silenciada, o al menos relegada a la esfera puramente privada”.

Especialmente, hablando al día siguiente, en la vigilia de la beatificación del cardenal John Henry Newman, Benedicto XVI dijo que “Newman describiría el trabajo de su vida como una lucha contra la creciente tendencia a ver la religión como un asunto puramente privado y subjetivo”.

A la luz de esta tendencia “privatizadora”, que el Papa fuera invitado a visitar el Reino Unido por la Reina y su Gobierno (y no por los obispos) –que la visita fuera una visita de Estado- tiene un inmenso significado. Benedicto XVI, de obra y de palabra, pone el acento en la verdad de que las sociedades actuales, incluyendo las modernas democracias, no pueden actuar sin “religión en la plaza pública”.

Santo Tomás Moro, después de todo no fue sino el buen servidor del Rey y mejor de Dios; fue buen servidor del Rey porque lo era mejor de Dios. La comunidad política necesita la influencia del cristianismo para lograr su objetivo.

En la invitación sin precedentes al Santo Padre para dirigirse al Parlamento Británico, algo simplemente inconcebible incluso hace unos pocos años, luce el faro de la esperanza de que el cristianismo pueda seguir siendo una luz guía para la sociedad.

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William Newton es profesor ayudante (MMF) en el Instituto Teológico Internacional, Trumau, Austria, y miembro asociado de facultad en el Instituto Maryvale, Birmingham, Reino Unido.

Cuando Napoleón quiso eliminar la Asunción

Lo explica el periodista italiano Vittorio Messori en su libro «Hipótesis sobre María» (LibrosLibres). A Napoleón nunca le gustó que la fiesta de la Asunción de la Virgen, de las más sentidas por el pueblo francés,coincidiera con su cumpleaños, cada 15 de agosto. Más aún, fue en un 15 de agosto, cuando, en 1637, el rey Luis XIII puso solemnemente a toda Francia bajo la protección explícita de María. Lo cuenta P. Ginés en La Razón.

«¿Podía tolerar esto aquel que quería convertirse en fundador de una nueva dinastía no real, sino imperial, de forma que oscureciera el recuerdo de los reyes de Francia, cuyo último representante había sido guillotinado poco antes y que, a sus ojos, tenían también la culpa de haber sido "demasiado católicos", de haberle dado a la Iglesia incluso santos y beatos? Además, no era en absoluto agradable que, precisamente el día del cumpleaños del déspota, se entonara solemnemente el "Magníficat", en el que resuenan palabras embarazosas para cualquier "grande de la tierra". Comenzando por el "derriba del trono a los poderosos" y terminando con el "dispersa a los soberbios de corazón"», explica Messori, famoso especialista en periodismo religioso.

Con la complicidad de algunos obispos cortesanos, Napoleón descubrió que «en una época, en Roma se celebraba el martirio de un grupo de cristianos: Saturnino, Germano, Celestino y Neopolo». Filólogos pagados por el Emperador aseguraron que aquel «Neopolo» debía pronunciarse «Napoleo». El paso siguiente fue un decreto oficial (del 19 de febrero de 1806) que imponía la sustitución -no solo en Francia sino en todo el imperio- de la fiesta de la Asunción por la del recién descubierto «San Napoleone».

En Roma, cardenal Michele di Pietro protestó, por orden del Papa Pío VII. A Di Pietro lo encarcelaron los franceses, que, de hecho, incluso se llevaron al Papa como rehén dos años después.

Pero el imperio napoleónico cayó, como tantos otros en la Historia. El culto a San Napoleón, que debía perpetuarse eternamente en la liturgia, apenas había durado 8 años y, en cuanto pudieron, los pueblos liberados del déspota volvieron a celebrar a su Virgen a mitad de agosto. Todavía hoy, después de muchas décadas y acontecimientos, la muy laicista Francia cierra por vacaciones cada 15 de agosto.


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